La guerra judicial contra Rafael Correa ha culminado el 7 de septiembre de 2020 con una sentencia cuyo apresuramiento desenmascara la intencionalidad de sepultarlo políticamente y que, en realidad, conlleva un mensaje oculto para las clases subalternas ecuatorianas, porque más allá del individuo hay que entender lo que éste representa.

Correa pertenece a una clase media ilustrada reformadora y modernizadora.  Forma parte del tronco de patriotas que terminaron comprometidos/as con los procesos de liberación nacional.  Porque en Ecuador como en el resto de América Latina y el Caribe, ser nacionalista, reformador y modernizador es ser revolucionario, dado el carácter oligárquico, antinacional y colonizado de sus elites.  

Este grupo social históricamente se identificó con la izquierda, inicialmente proscrita y luego tolerada como fuerza marginal. Con el tiempo devendría en funcional al sistema, con dirigencias que entrarían a formar parte de la política de pactos, con organizaciones sin capacidad de desafiar al poder dominante en las urnas, pero cuya participación secundaria le proporcionaba ese rostro “democrático” que nunca tuvo el Estado oligárquico-neoliberal.  Quizás esta práctica se debió a la convergencia de una lectura economicista del marxismo, caldo de cultivo de ese conformismo, con los rasgos idiosincráticos propios de los/as ecuatorianos/as resultantes de una pedagogía castrante que enfatizó en los obstáculos antes que en las posibilidades de realización de los sueños individuales y colectivos.

La Revolución Ciudadana y el liderazgo de Correa, resultado de los cambios en la sociedad y la subjetividad popular en el marco de los procesos vividos desde fines de los 70 y también protagonizados por esa izquierda, traerían nuevas brisas a esa fuerza política.  Por primera vez desde Alfaro, el Ecuador se topaba con un sujeto de clase media ilustrada, de una izquierda renovada llamada “progresismo”, que expresaba esa voluntad de poder tan ansiada durante décadas; que transmitía una seguridad de que era posible romper con los límites oligárquicos puestos a la transformación social, a través de la eficacia de la movilización político-electoral del pueblo. Que no miraba los obstáculos, sino que se proponía conquistar imposibles y lo lograba. Y que, una vez en el gobierno, no solo cumplía su palabra y no se sometía a las presiones de los poderes fácticos, sino que ejecutaba un proyecto que en una década cambiaría el país y traería bienestar a las mayorías.

Ante el poder y autoridad desempeñado con naturalidad por este intruso, las elites ecuatorianas fracasadas pasaron del desconcierto al asombro y de ahí a la indignación, para desembocar en un odio ciego y desenfrenado vertido a raudales hacia la sociedad ecuatoriana y acrecentado a partir de 2017, con la confabulación oligárquico-imperial destapada durante el gobierno de Moreno. Odio irracional, pero odio de clase.  Porque no es a Correa como individuo a quien odian sino a los sectores medios y subalternos que él representa.  De ahí que la sentencia amañada de uno de los tantos montajes judiciales forjados por lo poderes fácticos durante la dictadura de Moreno, que pretende condenarlo al destierro político,contenga un mensaje oculto amenazante hacia todo ese sector social.

No osen –dice ese mensaje- poseer la voluntad de poder que por herencia y destino nos pertenece. No osen igualarse porque están rompiendo el orden natural de las cosas. No osen tener mando y autoridad cuando no son propietarios de empresas y bancos. No osen desafiar las relaciones de poder que fijan nuestra supremacía y su eterna subordinación.  No osen tener autonomía, porque su destino es servirnos y, si se nos antoja, convertirlos en nuestros estropajos.  No osen mal enseñar al pueblo con ideas extravagantes como solidaridad, igualdad, justicia social, soberanía. Porque si osan hacerlo serán, al igual que Correa, Glas y el resto de dirigentes/as, condenados/as.

Claro que a las elites se les olvidó un detalle:  que el pueblo ecuatoriano ya no es el mismo de hace veinte años.  O, mejor dicho, que ya tenemos un pueblo, un sector medio y popular con una autoconciencia de sus intereses y una identidad autónoma, consolidada en su enfrentamiento con las oligarquías, que ha logrado resistir la más brutal campaña de descrédito contra su dirigencia. Un pueblo progresista dispuesto a asumir su destino desafiando esos mensajes amenazantes. Que se contagió de esa voluntad de poder y no está dispuesto a renunciar a ella; que comprende que su lugar en este mundo no es la sumisión sino la transformación de las relaciones de poder. Que pese a la tristeza por la sentencia no se siente derrotado, sino más bien, identificado con el sentenciado en las tribulaciones de la injusticia.  De modo que, pese a las artes malabares y las torcidas confabulaciones, los poderes fácticos no solo no han proscrito el liderazgo de Correa de las mentes y sentimientos de las masas populares, sino que lo han materializado en un símbolo del que hoy están más cerca que nunca.

Por Editor