Por Lucrecia Maldonado
Corrían los primeros años de la década de los noventa cuando Carlos Vera comenzó a transmitir un programa pasadas las nueve o diez de la noche. Se me escapan el nombre del programa y el canal por el cual se emitía. Lo que no podré olvidar nunca de los nuncas es el tono displicente y violento con el que reclamaba en el aire a sus colaboradores si salía mal algo (de lo que el público, ignorante de los intríngulis de la ciencia y técnica de las transmisiones, casi nunca se habría enterado si no se hacía tanto escándalo). Ya para entonces, como entrevistador, el mismo personaje se había caracterizado por ser excesivamente inquisitivo con sus entrevistados, tanto que muchos de ellos se quejaban de que no les dejaba hablar, violando así ese conocido principio de la comunicación, según el cual en una entrevista la persona más importante es el entrevistado y no el entrevistador.
Por eso no me llamó la atención su exabrupto de hace unos días. Es… cómo decirlo, su ‘sello personal’. Hasta pensé y dije que era demasiado hacerle caso a algo tan burdo como intrascendente. Sin embargo, caben algunas preguntas, no tanto sobre una persona que aparentemente sufre de una grave neurosis no tratada porque le brinda ganancias secundarias, cuanto sobre el público que se aviene a soportar tales espectáculos grotescos en donde el señor Vera hace apología de un comportamiento grosero y agresivo.
Ya a propósito del lamentable y doloroso feminicidio de María Belén Bernal se realizó algún tipo de investigación en donde quedó demostrado que la gran mayoría de la población del Ecuador aprueba ese tipo de comportamiento ‘enérgico’ e incluso opina que la violencia intrafamiliar estaría justificada.
No soy quien para pretender indagar en la vida privada de nadie, y menos de un personaje que en su vida pública ya me resulta bastante desagradable como para pretender ir más allá. Cada uno lleva lo suyo como mejor puede. Pero también sabemos que en comunicación nada ni nadie es inocente, porque además, un par de días más tarde vimos al mismo comunicador prácticamente ponerse de alfombra ante quien ocuparía el primer lugar entre los mejores presidentes del Ecuador si contamos desde el final de la cola.
¿Qué quería demostrar Vera con esa combinación de actitudes? ¿De qué nos advertía con sus gritos destemplados y soeces ante su sonidista y luego con su sonrisa aquiescente y su falsa humildad ante el mandatario? Muchos estudiosos opinan que lo segundo fue un ‘show’ y lo primero el verdadero Vera. Otros, más sagaces, opinan que en ambos casos se trató de un montaje. El montaje de seguirnos demostrando que, como pueblo llano, o subalternos de los dioses de nuestro Olimpo de cuarta, lo único que nos merecemos son gritos y maltrato.
Más allá del desconocimiento absoluto de las normas que rigen tanto la cortesía como la administración laboral, Vera siempre está actuando. Cada uno de sus actos, cada una de sus palabras y de sus palabrotas son ladrillos que levantan la imagen de un personaje que se vende a sí mismo como, por decirlo de alguna forma gráfica, “El Mero, Mero”.
Pero, hurgando un poco más allá y un poco más adentro… ¿Quién es el señor Carlos Vera para que gran parte de la población esté pendiente del estado de su hígado día tras día? ¿Alguien lo eligió algo para algo? ¿Por qué se le hace caso? ¿Por qué, ahorita mismo, estoy escribiendo este artículo sobre él? ¿Cuál es su papel en el actual desastre nacional? ¿Es acaso uno de tantos distractores creados y urdidos para que mientras comentamos su suerte de bipolaridad entre la más burda grosería y el más repugnante e hipócrita servilismo se sigan llevando el país en peso?
No lo puedo contestar… Tal vez ustedes sí.