Por Ramiro Aguilar Torres

Todos los domingos suelo pasear por la calle Ambato que, a mitad de trayecto, se transforma en la avenida 5 de Junio. Hay días de un naciente sol ecuatorial y un cielo azul perfecto; y hay días de nubes y viento; pero ahí está la 5 de Junio y sus recuerdos. No míos, por supuesto, sino del país. El 5 de junio de 1895 es la fecha que marca el inicio de la Revolución Liberal. Revolución que tiene grado militar, nombre y apellido. Esa revolución fue el general Eloy Alfaro y punto. Esa revolución tiene dos méritos: la separación de la iglesia y el Estado; y la educación laica en el país. Esa revolución tiene una obra: el ferrocarril.

El alfarismo primigenio fue liberal al estilo del liberalismo clásico del siglo XVI, porque, aunque se produjo cronológicamente a finales del siglo XIX, el Ecuador vivía todavía en el siglo XVI hispano; ni siquiera en el siglo XVI global. El Ecuador era hacienda, curas, militares de desfile, burócratas sin dentadura completa, pero con bolsillos ávidos; y, campesinos empobrecidos.  Dudo que Alfaro haya leído el libro de Adam Smith (la riqueza de las naciones) que fue publicado en 1776, no obstante, entendía intuitivamente las ventajas del libre comercio. Lo que si entendía claramente es que el país necesitaba liberarse de la enfermedad del clericalismo, tener comunicación entre costa y sierra y que sus ciudadanos se eduquen. Alfaro como militar fue un desastre, una nulidad con una voluntad de hierro en un país dónde, por cierto, no había militares profesionales, ni armas. Saber leer y disparar armas viejas (las que quedaron de las guerras de independencia) ya era suficiente para ser oficial. La tropa eran los peones de los oficiales, armados de machetes y enardecidos por la chicha y el guarapo; esto, en ambos bandos: conservadores y liberales. A diferencia de la Revolución Mexicana (coetánea de la nuestra) la reforma agraria jamás pasó por la mente de nuestros revolucionarios; sin embargo, pese a este pecado, la alfarada tuvo un mérito esencial: fue a la acción en la refundación institucional del Estado. Nada de discursos: acción, bala, y planazo para sacar al clero del poder. Un clero enfermo y violento como el obispo Pedro Schumacher.

Hubo un segundo alfarismo allá por los años ochenta del siglo pasado. Asincrónico, improvisado, burgués; el segundo alfarismo lo hicieron los muchachos de Alfaro Vive Carajo y Montoneras. Ha sido devaluado en su significación histórica. Ellos tuvieron el valor de pasar a la acción. Nada de discursos. Ese fue su legado: dejar la palabrería, la queja y el llanto. Había que enfrentar al sistema y lo hicieron pagando con sus vidas, su cuerpo, su libertad. Tuvieron mala prensa después de su derrota. Pero ni ellos dimensionaron (los sobrevivientes) su verdadera contribución a la nación. Ellos fueron los inspiradores del correísmo temprano y de la Constitución de Montecristi, El problema fue que nunca se dieron cuenta de ese triunfo postrero, porque enseguida el correísmo los convirtió en mártires; y muchos de ellos entraron gustosos en esa categoría. Se olvidaron de estar vigentes como ideólogos y activistas del alfarismo, dejando su lugar a quienes se infiltraron en el proceso de Montecristi para lograr cargos, poder y negocios.

El primer y segundo alfarismo, demostraron que solo la acción rompe el sistema. El discurso de café, las largas e inútiles peleas en redes sociales, la verborrea, para ser más claros, no sirve para nada, cuando se viven tiempos desesperados.

En mis recorridos por la 5 de Junio, no dejo de pensar en la necesidad de retomar la acción; de convocar la Tercera Alfarada; de dejar de ser políticamente correctos y enfrentar al Neoliberalismo desde los actos; y no solamente con el discurso.

El neoliberalismo es puteador; acosador; física y verbalmente violento. Lo hace usando el poder del Estado; y lo hace en las calles sacando a sus privilegiados que, escudados por su propia policía, agreden a los líderes progresistas, defensores de derechos humanos, activistas ambientales, y en general a los pobres.

El progresismo, como bien ha dicho Felipe Vega de la Cuadra en un reciente artículo, se deja mancillar, insultar, agredir, por miedo a quedar mal, a verse y sentirse retrógrado. Ese progresismo atemorizado ya no puede defender al pueblo. El pueblo necesita acción. Esta acción, en la actualidad, la hace solamente la CONAIE en sus movilizaciones. Los progresistas no podemos ser tan cobardes de seguir escudándonos en sus ponchos; y apaciguar nuestra conciencia avituallando las movilizaciones.

Las próximas elecciones imponen un Tercer Alfarismo. Un frente progresista único para enfrentar al neoliberalismo, en su ley. Si hay que putear, putearlo. Si hay que acosar, acosarlo. Si hay que gritarles en la cara, pues hacerlo. Salir a territorio a pelear voto a voto. En resumen, el progresismo debe dejar el culillo y beber la valentía en sus fuentes. Y que yo sepa, la única fuente de coraje que ha tenido este país, han sido los alfarismos.  

Por RK