En el último mes, Jair Bolsonaro y Lenin Moreno efectuaron afirmaciones sobre el trabajo infantil tan similares que invitan a desplegar los mismos calificativos para caracterizarlos. Aunque esa opción es emocionalmente tentadora, aquella no es útil para evidenciar lo que está detrás de políticos que actúan como títeres de procesos que les trascienden.

El “neoliberalismo fascista” es una expresión que está utilizándose para designar a aquella novísima derecha que está visibilizándose en nuestros días. Apreciado desde la sociología o la economía, este término no es muy adecuado; sin embargo, en la semiosis contestataria, aquel sirve para evocar a “ese algo más” que no puede reducirse al ideario del Consenso de Washington y que las acciones de Donald Trump (Estados Unidos), Boris Johnson (Reino Unido), Matteo Salvini (Italia) o Kyriakos Mitsotakis (Grecia) anuncian con agresividad y sin vergüenzas.

Cocinado con la sazón de los prejuicios de cada cultura nacional, el “neoliberalismo fascista” no sabe mucho de economía. De hecho, cuando formula sus fantasías de política pública, prefiere ignorar las realidades económicas. Tampoco aquel busca lucir su intelecto en la defensa de las instituciones de la democracia liberal representativa. Al contrario, estas le incomodan.

Mandatarios como Trump, Bolsonaro, Salvini, Mitsotakis o Moreno son expresiones de las dificultades que los defensores del status quo experimentan cuando intentan preservar la ilusión de que la “democracia” y el “estado de derecho” sobrevivirán en el contexto de un capitalismo que no puede ni quiere mantener la promesa de bienestar para todos.

En el siglo XXI, ante el fracaso del orden mundial basado en la liberalización internacional de los mercados de bienes y servicios, la acumulación capitalista requerirá reducir la educación universal, el acceso a la salud gratuita, los derechos laborales y la seguridad social solidaria.

Las clases dominantes permitieron estas “entelequias” cuando se necesitaba mano de obra que pudiese leer un pedido para repartir pizza, cuando las transformaciones ecosistémicas globales no amenazaban con desfinanciar los sistemas de salud debido al aumento del riesgo de la exposición a factores cancerígenos, cuando el proceso productivo requería dotaciones estables de personas con alguna experticia o cuando la tendencia al envejecimiento de la población era apenas una posibilidad en el larguísimo plazo. Eso ya no es ni será así. El futuro distópico ya está aquí.

En un mundo donde el Imperio ya no sabe qué triquiñuela inventar cada semana para contener el avance económico de China, la reducción de los salarios (reales) es apenas un placebo espurreo y temporal para fomentar la “competitividad” de países como Estados Unidos, Brasil o Ecuador. Por eso, Trump está incómodo con las propuestas de mejorar las remuneraciones de los empleados de la comida rápida, Bolsonaro cuestiona la existencia de una enmienda constitucional que penaliza el trabajo en condiciones similares a la esclavitud y Moreno eleva a la pomposa categoría de “emprendedores” a los trabajadores informales menores de edad.

En todos estos casos, el discurso de la dominación se disfraza con su contrario y convierte a la “dignificación del trabajador” en su muletilla.

SI… ¡exactamente como Usted acaba de leerlo!… pues, cual si fuesen militantes del marxismo humanista más férreo, Trump, Bolsonaro y Moreno evocaron, aunque sea de manera inconsciente, “el papel del trabajo en la dignificación de las personas” cuando profirieron sus frases menos afortunadas… Y, en los tres casos, ellos lo hicieron dotando a sus palabras de ese tono de franqueza, intimidad y sencillez con el cual, en los imperios decadentes y en sus repúblicas bananeras, los políticos nos hacen creer que ellos son, sienten y viven como nosotros.

Observe lo que dijo Bolsonaro en el día en el cual un comité del congreso brasilero aprobó su propuesta de privatización de la seguridad social:

“Mira, a los 9 o 10 años, cuando trabajé en una hacienda, no fui perjudicado de ninguna manera. Cuando un niño de 9 o 10 años va a trabajar a alguna parte, mucha gente comienza a decidir que eso es trabajo esclavo, ¡no entiendo!… En cambio, nadie dice nada cuando alguien fuma un adoquín de crack… trabajar no perjudica la vida de nadie… Queden tranquilos, no voy a presentar ningún proyecto para descriminalizar el trabajo infantil porque me masacrarían. Pero quisiera decir que yo, un hermano mayor y una hermana menor trabajábamos en la hacienda, un trabajo duro.”

Sobra decir que la traducción no es literal ni podía serlo porque este artículo necesitaba conferirle alguna coherencia a la balbuceante sintaxis portuguesa de un Presidente que “debería contar hasta 10 antes de abrir la boca para decir algo. O mejor debería contar hasta 10 y no abrir la boca”, como sentenció contundentemente Lula da Silva la semana pasada.

En este caso, empero, la traducción interpretativa no me causó remordimiento alguno pues, para sonrisas de millones y de quien escribe, el hermano de Bolsonaro lo desmintió afirmando que ellos nunca trabajaron cuando niños porque, cual ejemplo de uno de esos giros irónicos que suelen acontecer, ¡¡su padre valoraba la educación de sus hijos por sobre todas las cosas!!

En el futuro próximo, con más o menos adornos retóricos, “el trabajo dignifica a las personas” será el eslogan que la novísima derecha utilizará para convencernos de que nuestros cuerpos saldrán beneficiados si nos acostumbramos a trabajar hasta los 80 años de edad, más de 40 horas por semana, en cualquier horario, en fines de semana, por horas y sin estabilidad.

“El trabajo dignifica a las personas”, a su vez, nos dirán los economistas para convencernos de que no es muy “realista” imaginarnos una vejez “improductiva” porque todos debemos contribuir al “desarrollo económico”… aunque sea vendiendo caramelos en las calles de un remedo de república donde el Estado transfiere miles de dólares gratis a los banqueros cada vez que un jubilado vende un bono público con un descuento del 30% en una casa de bolsa.

También, “el trabajo dignifica a las personas” nos predicarán las mojigatas que procuran el sufrimiento ajeno porque prefieren que las mujeres sigan pariendo “todos los críos que Dios mande”, una obligación “moral” cuya consecuencia mundana es alejar a las hijas de los pobres de las escuelas y obligarlas a entrar al mercado laboral como carne barata y desesperada.

En América Latina, cuando la derecha comienza a “dignificar el trabajo” para oprimir a quienes trabajan, la izquierda tiene que reinventarse… ¡Y tiene que hacerlo pronto!

Para esta tarea, “el Derecho a la Pereza”, un libro escrito por Paul Lafargue, el yerno de Carlos Marx, deviene en una lectura necesaria porque nos esperan nuevas luchas para conquistar aquello que la vida puede ofrecernos más allá del mundo laboral.

“La moral capitalista, mezquina parodia de la moral cristiana, castiga con un solemne anatema la carne del trabajador; su ideal consiste en reducir al mínimo las necesidades del productor, en suprimir sus goces y sus pasiones, y en condenarle al papel de máquina redentora del trabajo sin tregua ni misericordia.”

Cuando la subsistencia cotidiana deviene en una trágica odisea, se torna imperativo recordar que el capitalismo se reproduce, una y otra vez, mediante el control de las personas y sus tiempos, espacios, anhelos, deseos y cuerpos.

En momentos difíciles, precisamente, “los socialistas revolucionarios… deben asaltar la moral y las teorías sociales del capitalismo y extirpar… los prejuicios sembrados por la clase dominante; deben proclamar, a la faz de todos los hipócritas, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas de los trabajadores.”

Defender el “derecho al trabajo”, el “derecho al descanso”, el “derecho a educación” y el “derecho a decidir sobre el cuerpo” son reivindicaciones indisociables para enfrentar la pérdida de libertades en el capitalismo contemporáneo, una tarea que no emprenderán Trump, Bolsonaro, Salvini u otros especímenes similares de menor valía.

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