Edison Hurtado Arroba
¿Qué pasa cuando en un país se fomenta por décadas un modelo político que concentra ventajas y privilegios en una cerrada élite social y económica y en una clase política corrupta e intocable? Lo menos que se puede esperar es que la sociedad llegue a un punto de hastío. México ya se había demorado en lograr encauzar tanto hartazgo por la vía electoral y retar al establishment político: la democracia mexicana tuvo que esperar cuatro décadas de políticas neoliberales, un par de fraudes electorales, el desplome de sus instituciones, una pobreza extendida y un escenario donde pululan el crimen, la violencia y delincuencia organizada.
La alternancia de los últimos años entre el PRI y el PAN en el sillón presidencial nunca significó cambio ni transición. Todo lo contrario. Entre 1982 y 2000, los gobiernos del PRI fueron abiertamente neoliberales. Solo basta recordar a Carlos Salinas de Gortari, el adalid de la tecnocracia de derecha, y principal mentor político del actual presidente Enrique Peña Nieto. En 2000 y en 2006 ganó el PAN, con dos representantes de la misma tendencia de derecha (Vicente Fox y Felipe Calderón) que, en la práctica, no alteraban la dinámica predatoria de concentración y acumulación de riqueza en las élites. Nada cambió en 2012 con la victoria de Peña Nieto, el rostro nuevo, joven y edulcorado del parque jurásico priista.
Por eso, con la reciente victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), México se abre a la esperanza. ¿Cómo entender este escenario?
Un tsunami electoral
Lo primero es dimensionar que estamos frente a unos resultados electorales históricos. El triunfo de MORENA (Movimiento de Regeneración Nacional, afín a López Obrador) es abrumador. AMLO gana en 31 de los 32 estados, con un 53%, lo que equivale a 30 millones de votos. Un margen nunca antes visto. Por la derecha, Ricardo Anaya del PAN obtiene solo un 22% (unos 12 millones de votos) y José Antonio Meade del PRI no pasa del 16.5% (menos de 10 millones de votos). Ni sumados lograban los mismos votos que AMLO.
La coalición partidista de López Obrador, “Juntos haremos historia”, también barre en las elecciones legislativas. Logra la mayoría en la Cámara de Diputados (cerca de 308 diputados de un total de 500) y en el Senado (casi 70 de un total de 128). De las 9 gubernaturas en juego, gana 6, incluyendo la Ciudad de México. También destaca que gana alcaldías en todo el país, incluso en el otrora intocable bastión priista: el Estado de México.
Se trata de la peor derrota del PRI en toda la historia, justo cuando Enrique Peña Nieto (el actual presidente) asomaba como la renovación del dinosaurio. Peña resultó la peor carta para el partido. Su gestión ha sido desastrosa. Sale por la puerta trasera, con apenas 20% de aceptación, lleno de episodios de corrupción descarada y documentada (como “la casa blanca”) y luego de haber implementado “reformas” neoliberales que afectaron principalmente al mercado laboral y favorecieron negociados petroleros, y de haber reducido fuertemente la inversión social.
Políticamente, el PRI queda reducido y golpeado. El PAN presenta fracturas internas serias, fruto de alianzas mal hechas y magros resultados electorales. El otrora progresista PRD, sin duda, hace un ridículo histórico, por querer operar electoreramente, traicionar sus principios, y solo pensar en cuotas de poder. Obtiene solo un 5% en las elecciones legislativas, que casi no le alcanza para mantener el registro. MORENA, el partido de López Obrador fundado en 2014, sale aventajado, pero dependiente de un liderazgo carismático y personalista. Tampoco hay que olvidar que a MORENA se sumaron oportunistas de último rato provenientes de muy diversos colores del espectro ideológico…
“Un peligro para México”: la pólvora mojada
Con Televisa y TvAzteca al frente, toda la troika mediática mexicana quemó su pólvora en estas elecciones. Ya no tuvo tanto efecto en sus campañas de manipulación. Si bien en 2006 y 2012 lograron posicionar que AMLO era “un peligro para México”, esta vez ya no tuvieron los mismos resultados cuando sentenciaban que representaba al “populismo de izquierda”, al “Castro-Chavismo” o el avance del “comunismo-come-niños” (como sí funcionó en Colombia, contra Gustavo Petro). Esta vez, era evidente que el peligro para México era seguir con el PRI, o “cambiar” (nuevamente) al PAN para que nada cambie, como el gatopardismo de los últimos sexenios. El poder mediático tuvo que conceder. Las largas caras de los “periodistas” de Televisa no se podían contener. En una elección con millones de jóvenes que votaban por primera vez, la política -esta vez- no se definió en el plató mediático de Televisa. Las redes sociales fueron más decidoras.
Condensar la indignación. ¿Y luego?
Luego de las elecciones, México afronta escenarios complicadísimos para repensar su futuro. El principal, sin duda, tiene que ver con la lucha contra la corrupción y la restitución de legitimidad de un sistema político que desde hace largo rato se volvió autista frente a las demandas sociales, a las necesidades de democratización, e insensible frente a tragedias sociales y hasta humanitarias (podemos citar el caso Ayotzinapa, por ejemplo).
También está el tema de la seguridad pública. No se trata solo de enfrentar a los grandes carteles de la droga, sino a los múltiples micro carteles que han diversificado sus acciones delictivas (robo de combustible, sicariato, extorsión). Las tasas de homicidio (y femicidio) bordean escenarios de guerra. Hablamos de cientos de miles de muertos en los dos últimos sexenios, fruto de la guerra contra el narcotráfico, pero también por la delincuencia organizada. El caldo de cultivo de todo este entramado es, por supuesto, social. La pobreza golpea al 45% de la población. Fruto de políticas neoliberales, los niveles de inversión pública bajaron enormemente en los dos últimos mandatos presidenciales. Es decir, no hubo Estado que contenga el desplome social.
En economía, el país crece a tasas magras desde ya algunos años (cerca del 2.5% anual). Los salarios se desploman fruto de caída de la divisa (el dólar pasó de los 13 a 21 pesos en los últimos años) y de tasas de inflación en crecimiento constante. AMLO ha dicho que promoverá la producción nacional para el dinamizar el empleo y el consumo interno. Es un desarrollista. Tendrá que mirar más allá, porque si algo caracteriza a la economía mexicana es el contraste entre polos dinámicos (CDMX, Monterrey, Guadalajara) y amplísimos sectores marginados y excluidos (Chiapas, Oaxaca).
Datos clave: en los últimos 15 años, las tasas de rendimiento de las inversiones bordean el 15%, mientras los salarios solo crecen un 4%. A la vez, el patrimonio de los más ricos crece a un ritmo mayor que el de la economía: entre 2003 y 2014, la concentración de la riqueza en los deciles más altos aumentó en promedio cerca del 8% anual, mientras que el crecimiento del PIB es de solo el 2,5%. Se trata, entonces, de un país que efectivamente produce altísimas ganancias a empresarios y a grupos corporativos predatorios del Estado, que atiende la pobreza con lógicas paliativas, focalizadas y/o clientelares, y que ha desmontado en gran medida el estado de bienestar. No es casual que tengamos un país con decenas de multimillonarios frecuentes en las páginas de Forbes (muchos de ellos beneficiados directos de negocios con el estado, incluido el famoso Carlos Slim), en el mismo seno de una sociedad con el 45% de la población sumida en la pobreza.
Ahí tiene AMLO tarea en serio: producir crecimiento, reducir la desigualdad y fomentar la inclusión, en un país con 130 millones de habitantes.
¿Sobrecarga de expectativas?
El triunfo de AMLO condensa, sin duda, el hartazgo frente a la concentración abusiva del poder en grupos mafiosos. Por eso se explica el desborde de emociones condensadas que tuvo lugar la noche del domingo, luego de que se conocieron los resultados electorales. Sin embargo, hay que dimensionar que AMLO no llega por irrupción repentina. Su candidatura condensa largos años de disputas dentro del sistema para encauzar una alternativa de izquierda.
En un contexto como el mexicano, tan denso y tan grande, las fuerzas políticas operan necesariamente aupadas por aparatos partidistas que, en su seno, incluyen cuadros programáticos e ideológicos, pero también empresarios y mercenarios de la política que se adaptan fácilmente. Si el PRD salió del PRI (en 1988), y MORENA del PRD (en 2014), no se puede esperar que la clase política mexicana amanezca renovada de la noche a la mañana. Tampoco es de esperar que el sistema corporativo de privilegios y prebendas, largamente fomentados por el sistema político por décadas, se desmonte de pronto con la llegada de un nuevo presidente o, incluso, luego de todo un sexenio.
Con las alertas del caso, los resultados electorales sí dan espacio para la ilusión y la esperanza. Son un vuelco a la esperanza. Habrá que procurar que eso no se traduzca en una sobrecarga de expectativas, porque seguramente todos saldrán defraudados. Eso sí, AMLO tiene una gran oportunidad de aprovechar el enorme capital político acumulado y poner en práctica las reformas que el electorado y el país le demandan.
Las primeras señales
A partir del 1 de diciembre, cuando asuma, se verá la real capacidad del gobierno progresista que promete López Obrador. Por lo pronto, sus primeras palabras luego de conocer los resultados electorales fueron dirigidas a los mercados y a los empresarios. Les habló en su lenguaje, para tranquilizarles. Les dijo que va a haber cambios, como la renegociación de los contratos petroleros, pero dentro del marco legal. No habrá expropiaciones, dijo, como quien levanta un resguardo. También dijo que se buscarán equilibrios fiscales, que habrá autonomía del Banco Central, prudencia en el manejo del presupuesto. En el Zócalo, en su segundo discurso, fue más allá: en economía busca promover la producción nacional para satisfacer el consumo interno. Habrá mayores programas sociales (becas para jóvenes y pensiones para adultos mayores, por ejemplo). También sostuvo que incrementará la inversión pública como eje dinamizador de la economía. Como corolario ha dicho: “por el bien de todos, primero los pobres”. Son señales posneoliberales. Habrá que ver cómo las ejecuta.
Si de algo sirve, que mire para el sur
En el albor del progresismo, y a la luz de las experiencias latinoamericanas, no hay que perder de vista a la reacción conservadora. México lo sabe bien. Los brotes conservadores, los aventajados del sistema, están tocados, pero aún tienen muchísimo poder. En política, no todas las batallas son electorales. Por eso y más, que no se embriague el progresismo al creer que López Obrador destrabará, en un sexenio, décadas de arreglos corporativos con grupos de poder económico.
Habrá que ver cómo se traduce el enorme capital político de AMLO en políticas públicas que promuevan desarrollo económico y mejoren la calidad de vida de la población, y que reorienten al país. Y habrá que ver qué margen de maniobra tiene, no solo al interior del país, sino también pensando en la agenda de su vecino Estados Unidos, gobernados por el inefable Donald Trump, que ahora busca renegociar el TLC para cerrar las fronteras a los productos del agro mexicano, junto a las políticas migratorias inhumanas que está implementando.
Si de algo sirve que México llegue tarde al giro a la izquierda, a la expresión del hastío frente a los grupos oligárquico-mafiosos, que sea para que aprenda algo del sur. Debe aprender que acechan a la vuelta de la esquina, en las próximas elecciones locales o en las federales de 2024, fuerzas reaccionarias y neoliberales. En este escenario, la izquierda de México debe poner las barbas en remojo, a la luz de las arremetidas neoliberales pos-progresistas que han tenido lugar en Argentina, Brasil, Paraguay y ahora en Ecuador.
AMLO y MORENA tienen una oportunidad no para salvar un sexenio, sino para reorientar las instituciones políticas, encauzar la economía, combatir la desigualdad y remozar los imaginarios de los ciudadanos. No la desperdicien.