¿Nos hemos preguntado alguna vez de dónde viene la noción “reclamar por nuestros derechos”? ¿Hemos considerado el hecho de que prácticamente crecimos en una generación que vive bajo el eco de hitos pasados? ¿Alguien ha pensado alguna vez en el hecho de que “libertad” y “derechos” entran en la misma ecuación que “capitalismo”? Ciertamente la memoria histórica es tan volátil como la de corto plazo, escapa de la psique colectiva tan rápido como vertiginoso es su andar por los recovecos del devenir social.

Hemos sido testigos cuasi-corales (en algunos casos) de la escena en la que se puso de manifiesto la enorme contrariedad histórica de la sociedad ecuatoriana, que tan apaciblemente desapercibida pasa en tiempos de relativa calma colectiva, pero que despierta rugiendo en todos los rincones de este pequeño patio trasero de los imperios económicos mundiales que llamamos Ecuador. Desde las calles, los teclados, el púlpito y el tribunal. Todos teniendo entre sus labios o paseando una consigna, ora de rechazo, ora de apoyo, pero siempre con “matrimonio igualitario” entredientes.

Pero situémonos en contexto, estimados/as lectores/as. El 12 de junio de este año varios medios empujaron la mirada nacional en el fallo de la Corte Constitucional ecuatoriana con respecto a la unión civil entre personas del mismo sexo; lo que, para ahorrar palabras (y disgustos, en algunos casos) se lo denomina matrimonio civil igualitario. Un fallo que cayó como una ventisca de pétalos de rosa para quienes esperaron años para formalizar su amor frente al Estado, pero también cayó como un baldazo de agua fría para quienes han propugnado el “diseño original” como modus vivendi de la colectividad. La oportunidad de oro para recibir el reconocimiento históricamente negado para los primeros. La aberración más insolente, descarada y apocalíptica para los segundos. Sin previo aviso las redes se llenaron de reacciones, mayoritariamente de odio y burla, valga decirlo.

Desde los sectores más (relativamente) progresistas el avance histórico es innegable, la acometida reivindicativa ha sido avasalladora y a partir del fallo constitucional el Ecuador ha dado (¿o recibido?) una lección en materia de igualdad de derechos. Un verdadero triunfo del amor sobre la adversidad social.

Y antes de compartir la postura de un servidor en estas líneas es menester un «disclaimer» que aclare el panorama de cara a las casi 500 palabras que sucederán: la crítica no es hacia el «matrimonio igualitario» en tanto reivindicación, que sea o no de carácter institucional no deja de tener cierta legitimidad y merece cierto reconocimiento por ello. La crítica está fundamentada, sobre todo, al matrimonio como institución, como una forma coercitiva de reafirmación de roles establecidos en el marco de una sociedad por definición excluyente. En ese sentido, es necesario voltear la mirada al origen del matrimonio como sacramento: la Iglesia.

La creencia en un ser trascendente es potestad del individuo que la resuelve en función de sus propias «necesidades filosóficas», desacreditarla debería ser un despropósito incluso para quienes no somos creyentes. La interpelación es posible porque la iglesia es una institución históricamente capaz de aprovechar la creencia colectiva en su propio beneficio; hasta el punto intentar regir la vida reproductiva, sexual y afectiva de su feligresía (y también de la que no), basándose en sus propios preceptos morales para crear el tipo ideal (en términos weberianos) de núcleo social. La forma primaria de socialización. La meca de los valores de cara a la vida adulta: la familia. 


Es fácil comprender por qué la familia en su «diseño original» es absolutamente incompatible con la unión igualitaria dado su origen y su propósito (revisar Mateo 19: 4-6, Génesis 2: 18, 22-24). Y es en ese sentido que entran las reivindicaciones civiles.

Los ideólogos de los derechos y la igualdad no fueron de corte marxista, ni de corte socialdemócrata (de hecho, estas nociones en esos momentos ni siquiera existían). Fueron liberales de la talla de Locke, el Conde de Montesquieu, el incorruptible Robespierre, entre otras piedras angulares del Estado de Derecho, de la democracia en la acepción que la sociedad moderna conoce quienes comenzaron a hablar de la igualdad y, cómo no, de derechos civiles.

Ya para el siglo XX, con Stonewall a cuestas, y la teoría queer como espada es que se empezaron a cuestionar muchas de las prohibiciones institucionales de las que los colectivos LGBTI-Q han sido víctimas a nivel mundial. En Ecuador, apenas desde los años 90 –del siglo pasado- es cuando se empieza a hablar de los derechos civiles referidos a diversidades sexo-genéricas. El matrimonio igualitario surge como una pugna entre las parejas que buscan formalizar sus relaciones afectivas en el marco de la aprobación civil y el Estado, que es considerado como el gran deudor.

El quid del asunto es que se busca cuestionar lo establecido por las instituciones, introduciéndose en una institución todavía más coercitiva: el matrimonio.

Es en este punto que el cuestionamiento es delicado. Puesto que en realidad el problema no gira en torno a la necesidad de ser incluido dentro de las posibilidades que la legalidad puede permitir con respecto a las parejas del mismo sexo (o identidad sexo-genérica), sino a la interpelación al matrimonio como el resultado de una reafirmación de roles sociales; de roles reproductivos, sexuales, afectivos y familiares que están íntimamente ligados a las relaciones de poder ejercidas sobre cada uno de los individuos, tanto como tales, cuanto como clase social en muchos casos.

Entonces, ¿es el matrimonio igualitario… igualitario mientras sea matrimonio?

Es una duda que más que a este servidor, le compete a quienes están dentro del papel al que se alude a lo largo de esta corta disertación. A las parejas diversas que con o sin matrimonio, se profesan amor del mismo modo como muchos otros/as lo han hecho, so pena incluso de ser castigados/as con la muerte.

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