Lucrecia Maldonado
Si por algo se caracteriza la idiosincrasia de la población promedio del Ecuador es por su falta de apego a cualquier cosa que pueda significar un leve intento de ponerle un orden a la vida. Y a todo nivel. Basta con encender una luz direccional para cambiarse de carril porque aquel por el que se circula está obstruido, o pretender arriesgarse a cruzar la calle por una zona de seguridad peatonal para experimentarlo. Peor si ese orden representa ceder algún privilegio de dudosa justicia, o lo que se considera un derecho adquirido. Desde la gente que ya al llegar guarda sitio en la cola de la caja de un supermercado, pasando por el que se palanquea cualquier cargo, hasta el evasor de impuestos que anhela enviar los emolumentos de sus múltiples negocios a paraísos fiscales porque para qué va a pagar impuestos si ese dinero se lo ha ganado con el sudor de su frente.
No es esta una tara de gente pobre, sino de gente maleducada, que no es lo mismo. Se regula la velocidad en el tránsito, y lloran porque ya no van a poder ir embalados para ayudarnos a mantener nuestro constante único primer lugar en algo en el mundo: el récord de accidentes de tránsito. Se pone un techo o límite a cualquier cosa y patalean porque no pueden seguir haciendo lo que les da la gana. Se pretende gravar con un impuesto mínimo una ganancia descomunal y les da alferecía con patatús. Se prohíbe la venta de alcohol en domingo y arman un escándalo de Dios es padre porque no pueden optar por algo tan simple como comprar el licor el sábado para el almuerzo del domingo. Y, como ya dije, no son precisamente gente sin recursos, tampoco son gente sin instrucción, pero sí gente sin un mínimo de educación en los asuntos más elementales de un correcto comportamiento humano.
Las autodenominadas élites latinoamericanas, y las ecuatorianas, que nos tocan más de cerca, creen merecerlo todo. Opinan, en el fondo de su ser, que los gobernantes son su servidumbre y que deben trabajar exclusivamente para sostener sus intereses particulares. No les importa el destino del país, tampoco de la gente que conforma la mayor parte de su población. Repletos de artimañas, se las arreglan para siempre acarrear el agua a sus particulares molinos. Y recurren a las más elaboradas arterías para conseguir sus fines. No reparan ni siquiera en guardar las formas cuando de defender sus intereses de clase se trata. Ellos y ellas, tan aristocráticos y de tanto pedigree, no reparan en apelar a la grosería más burda si es del caso.
Es el momento en el que al Presidente de la República se le escucha decir cualquier disparate y los medios que se ven en la ingrata obligación de sostenerlo se hacen de la vista gorda. ¿Qué tal si hubiera sido Rafael Correa quien confesaba que administrar un hospital de 400 camas es algo difícil porque ‘los enfermos se escapan’ (¡!)? No quieran saber la reacción mediática. Pero como no se trata de él, sino de quien les devuelve sus prebendas, siguen tratando de demostrar que una deportación es lo mismo que un secuestro. Ni siquiera les importa cuán mal pueden quedar.
Ya en el siglo XIX, el presidente Vicente Rocafuerte habló del naciente Ecuador como un “país de mestizos insolentes”. No tenemos por el momento una idea muy clara de por qué lo dijo, y tampoco quiere decir que se esté de acuerdo con los fines represivos de su discurso. Sin embargo, es claro que la base del comportamiento político en el hoy por hoy de nuestro país es la más burda, artera, descarada y grosera insolencia.