Por Juan Fernando Terán

Hay momentos en los cuales “la exquisitez ideológica” no es admisible. Hoy, 7 de noviembre de 2020, es uno de esos momentos. En ciertas coyunturas, la brutalidad de la dominación política simplifica las cosas. Si bien Trump y Biden pudiesen ser parte del Imperio, ellos no son iguales. Entre el uno y el otro median muchas cosas nocivas para quienes viven dentro y fuera de Estados Unidos.

Por eso miro con felicidad las imágenes de la gente en New York golpeando cacerolas desde las ventanas para festejar el anuncio del triunfo de Joe Biden… golpeando cacerolas como en Sao Paulo, Buenos Aires o cualquier otro de esos “países de mierda” como dijo Donald Trump en alguna ocasión cuando se refirió despectivamente a los países en desarrollo. Y la comparación no es antojadiza.

Estados Unidos es una potencia en vías de subdesarrollo donde el sueño americano, los ideales de los padres fundadores y la democracia estarán bajo asedio. A futuro, cada vez más, las cacerolas sonarán, las calles resonarán con gritos y las victimas de la violencia estatal aumentarán.

Mantener abierta la posibilidad de una modernidad económica, política y cultural será difícil en un país cuyos placeres se construyeron abusando del poderío de su moneda y su ejército durante los últimos 60 años. Esta “ventaja competitiva” desaparecerá y Donald Trump fue el anticipo del ocaso.

Estados Unidos es un país cuya diversidad cultural invita a pensarlo utilizando la metáfora de una gama de colores. No obstante, toda gama, por diversa que fuese, comienza y termina con elementos contrarios. En los resultados de las elecciones, se apreció esa tendencia hacia la polarización.

Y quiero destacar este asunto porque cuando un país camina hacia una crisis más profunda, la dicotomía de los procesos políticos suele acontecer de manera espontánea o deliberada.

Biden logró ser electo gracias a votos que provinieron de las ciudades, las “minorías étnicas”, las mujeres, los grupos con mayor nivel educativo, los jóvenes, los estados tradicionalmente más progresistas y los condados “menos populistas”.

En cambio, Trump cultivó sus simpatías en las zonas rurales, los hombres, la gente con menor nivel educativo, los estados más conservadores, las personas propensas al fervor religioso, los migrantes latinoamericanos ciudadanizados o sus hijos nacidos en Estados Unidos.

En el país que presumía de ser portador del capitalismo más avanzado, esta grotesca tendencia hacia la dicotomía se evidenció con una fuerza que rayó en lo patético.

Eso sentí al escuchar a mujeres repitiendo irreflexivamente que Biden es un pedófilo e ignorando las intrigantes imágenes de Trump y su hija difundidas desde hace años. Ridículo fue apreciar a latinos jurando lealtad hacia el candidato republicano en Florida, un estado golpeado por una pandemia que el Presidente no pudo ni quiso controlar… Una pandemia que les obligó a las latinas a renunciar a sus trabajos para quedarse en casa cuidando a sus hijos en una sociedad donde los centros parvularios públicos no abastecen a las familias trabajadoras. ¡Pero votaron por Trump!

Miles de anécdotas similares podrían encontrarse en las redes sociales, una vitrina contemporánea del absurdo humano. Lo importante, sin embargo, es otra cosa.

A pesar de las evidencias que pudiesen existir sobre lo que la derecha neoliberal y fascista es capaz de hacer, millones de personas siempre sucumben a sus cantos de sirena.

Entre ellos están muchos oprimidos, perjudicados o excluibles por el sistema. No faltan los “jodidos” que perciben selectivamente lo que les conviene de la realidad para lograr así la efímera sensación de que controlan sus destinos.

En Santa Cruz (Bolivia) o en Manicopa (Estados Unidos), quienes viven en la ilusión de ser lo que no son, quienes se creen próceres listos para detener a los rusos o los chinos, salieron a las calles armados para defender a políticos de extrema derecha y a élites económicas que buscan perpetuarse en el poder utilizando cualquier medio a su disposición. Esto sucedió en los últimos dos días y sigue sucediendo en aquellos países.

¿Qué se necesita para que la gente aprenda? La pregunta es típica en situaciones desesperantes…. Pero no me gusta… No me gusta porque aquella aparenta estar bien formulada y porque la historia nos ha restregado la respuesta en la cara en demasiadas ocasiones. O ¿acaso desapareció la estupidez política después de la Alemania de Hitler, la España de Franco o el Chile de Pinochet?

Ayer me enteré que una mujer ecuatoriana cerró su panadería porque no le iba bien. Esta madre ya no puede pagar la colegiatura de tres hijos y está “espantada” por el inminente triunfo de Andrés Arauz en las próximas elecciones presidenciales.

A similitud de millones de estadounidenses, ella está dispuesta a creer cualquier cosa absurda para seguir imaginándose a si misma como una mujer educada de “buena familia”, “con valores” y portadora de otras fantasías que la clase media abraza para explicarse las inclemencias del capitalismo.

Dios y el demonio ya no bastan para explicar lo que pasa en este mundo terrenal. Ahora, desde el discurso político dirigido hacia las masas, la fantasía tiene que recrearse en formas con mayor probabilidad de convencimiento inmediato.

“!Arauz quiere acabar con LA DOLARIZACION!”, argumenta desesperadamente una mujer joven que seguramente le trasmite a su hija ideas feministas… pero que está lista para votar por el candidato que hace campaña gritando “¡Qué chucha!”…  ¿Lo han oído? Sigue diciéndolo.

La realidad se percibe selectivamente. Eso ha sido así y así será. En Ecuador, el feriado bancario, los muertos de octubre o el peor gobierno de la historia no bastarán como elementos movilizadores para definir el resultado electoral. Dejémonos de preguntarnos “¿Qué se necesita para que la gente aprenda?”. La respuesta es obvia. Nada basta cuando alguien no quiere.

Por eso, para enfrentar lo que se nos viene en nuestro país, dejemos que la alegría de los cacerolazos en Nueva York nos inspire por unos momentos. Recordemos que el fascismo neoliberal fue detenido por millones de ciudadanos que vencieron el miedo a la pandemia y acudieron a las urnas. Conversemos con quienes quieran escuchar y movilicémonos.

“Cada voto cuenta,” esa es la lección que las organizaciones sociales estadounidenses nos dejan. Movilicémonos. 

A diferencia de lo que sucedió en Estados Unidos, el camino para nosotros será más fácil pues nosotros tenemos algo a nuestro favor: entre Andrés Arauz y Guillermo Lasso, la diferencia es abismal, nítida y contundente.

En Ecuador, nosotros no tenemos que escoger entre el mal menor. Nosotros nunca perdimos la esperanza.

Por Editor