Por Romel Jurado Vargas

Desde el inicio mismo de la República, nuestro país tiene una larga lista de casos en los cuales se ha usado la violencia verbal e incluso la violencia física para agredir a candidatos, autoridades públicas en funciones o militantes de organizaciones políticas; y, los perpetradores de estas agresiones no solo que han gozado históricamente de indemnidad, sino que alardean de la audacia, de la finura o incluso la brutalidad de la agresión, pero sobre todo, se vanaglorian de la humillación a la que sometieron a las víctimas de la agresión y el daño permanente que le causaron a su reputación o imagen pública.

Insultos sardónicos, falsas acusaciones, descalificaciones de todo tipo (incluyendo las sexuales), amenazas abiertas y veladas, cenicerasos, puñetes, patadas, palizas y hasta disparos se han producido presencialmente en el edificio de la Asamblea Nacional, así como virtualmente en los medios de comunicación y redes sociales, para atacar y descalificar a los adversarios políticos. Estos actos son el signo distintivo de la forma premoderna, casi hacendataria, en que los ecuatorianos seguimos planteando la lucha política aún doscientos años después de constituirnos como Estado soberano.    

Sin duda, desde que a inicios de los años noventa del siglo pasado, el movimiento feminista del Ecuador propuso y consiguió ampliar progresivamente la participación de las mujeres en la vida política del país, la violencia política de género ha sido la forma más sofisticada y cruel de violencia política, con la que los machos han pretendido excluir, descalificar, enlodar y humillar a las mujeres que ejercen cargos públicos de poder o son candidatas para ejercerlos.

Frenar estas vilezas, sancionar a quienes las perpetran y reparar a las víctimas es un desafío todavía presente en nuestro país; y lo es, no porque falte una ley para lograr tales efectos, sino porque los poderes públicos, los medios de comunicación y los jueces siguen tolerando e incluso promoviendo la desigualdad de género, la vulneración de los derechos de las mujeres y su exclusión del espacio público en puestos de poder.

Con esos antecedentes, nos enfrentamos a un caso concreto que podría implicar un punto de inflexión histórico para el tratamiento jurídico de la violencia política de género. Se Trata del tuit publicado por el asambleísta Diego Ordóñez, el 5 de noviembre de 2021, dirigido a la parlamentaria Mónica Palacios, que decía: “Pasar del tubo a la Curul y surgen estas argucias torpes”.

Esta agresión política de género está siendo procesada judicialmente en el Tribunal Contencioso Electoral, a la luz de lo que establece el Art. 280 del Código de la Democracia, que prevé como sanciones para los perpetradores de esta conducta la destitución, suspensión de los derechos políticos por 5 años y multa pecuniaria.

En este contexto, Diego Ordóñez presentó su renuncia al cargo de Asambleísta el 4 de febrero de 2022; y, en medios de comunicación se anuncia, de manera extraoficial, que podría ser llamado a asumir el cargo de asesor del Presidente Lasso, que es precisamente a quien fiscalizaba la Asambleísta Mónica Palacios cuando Ordóñez publicó el citado tuit.

Por los datos disponibles, parece ser que Diego Ordóñez tenía la convicción de que sería destituido del cargo de Asambleísta por el Tribunal Contencioso Electoral y, por esa razón, prefirió renunciar a su cargo, no solo para evitar el deshonor de la destitución sino, y sobre todo, para que dicho tribunal archive el caso bajo el argumento de que ya no es posible sancionar al perpetrador de la infracción, quedando así habilitado para asumir en el futuro cercano otro cargo público, quizá como asesor presidencial. Lo cual sería una hábil maniobra para lograr impunidad para sí mismo y, también, para negar justicia a la víctima de la agresión política de género.

Al respecto es preciso señalar que, en el plano jurídico, el Tribunal Contencioso Electoral tiene el deber de continuar con el proceso a su cargo, porque si en el juicio se determina que Ordóñez fue autor de un acto de violencia política de género, su renuncia a la curul de Asambleísta no extingue la responsabilidad que tiene por dicha infracción legal. De ser así, este alto Tribunal puede y debe imponer cualquiera o ambas de las sanciones aplicables a los perpetradores que no ejercen cargo público, establecidas en el artículo 280 del Código de la Democracia: suspensión de los derechos políticos por 5 años y multa pecuniaria.  

Si resulta que, la sanción que se imponga en este caso incluye la suspensión de los derechos políticos por 5 años del perpetrador del acto de violencia política, entonces el Tribunal Contencioso Electoral enviará a la sociedad, al gobierno y a los actores políticos un poderoso mensaje, que puede frenar o, al menos disminuir, los niveles de violencia política que tienen que soportar las mujeres, de todas las tendencias ideológicas, por haber asumido el derecho y la responsabilidad de disputarles a los varones de la política un lugar de poder en la esfera pública.

Por otro lado, si el proceso se archiva o si solo se dicta una sanción pecuniaria (por alta que sea), el mensaje enviado será que la impunidad de los machos continúa siendo la regla y que las mujeres que se dedican a hacer política tendrán que seguir soportando que, con finas o duras formas, se las llame tontas o putas como sinónimo de seres discapacitados y descalificados para hacer política.  

Por RK