Si la corrupción fuese, efectivamente, el peor mal de las democracias y las economías, no habría país en el mundo que tuviese la peor de las democracias y una situación económica difícil. Y no por eso hay que dejar de combatirla, afrontarla y asumirla como una tarea de orden público.

Las democracias y las economías, al menos de los países con bajos niveles de desarrollo, están afectadas por un sistema social y económico injusto para todos los ciudadanos, donde las élites imponen sus normas y siempre a favor de sus negocios. La pobreza es un indicio de una mala democracia y no es precisamente porque sea causa o efecto de la corrupción. La desigualdad es consecuencia de un sistema que arrastramos desde hace décadas porque la distribución de la riqueza no es voluntaria, exige siempre una presión desde el poder público. En la década pasada se verificó una reducción notable de la desigualdad y eso está por perderse aceleradamente en Ecuador.

Tras sentir el impacto de la denuncia de la estafa bancaria, a través de una empresa propiedad del secretario general de la Presidencia de la República, todo el aparato estatal y el apoyo del poder mediático conservador se ha lanzado a lavar la imagen del régimen y de sus autoridades echando la culpa de todos los males a la corrupción y a darse golpes de pecho en las redes sociales, además de autodenominarse moralmente limpios y honestos.

Mientras tienen en el mismísimo despacho de Carondelet a uno de los responsables de la estafa bancaria a miles de usuarios, desde el Presidente, pasando por sus ministros y terminando en los voceros oficiosos de los medios insisten en que ellos sí combaten la corrupción. ¿Cómo se entiende esta aparente paradoja? ¿Cómo podrán hablar los consejeros, en especial uno, de lucha contra la corrupción mientras hacen negocios con los bienes públicos para ofrecerlos a sus amigos empresarios más cercanos?

Si la tarea que se han autoimpuesto los actuales gobernantes es acabar con la corrupción y con ello salvar al país, entonces deberían pedir la renuncia al secretario general de la Presidencia, sancionar a los funcionarios por ellos nombrados que tienen cuentas en paraísos fiscales y que en consulta popular el pueblo ecuatoriano aprobó con impedir su nombramiento.

Hay que combatir la corrupción en todas sus expresiones y no basta con discursos y leyes, se trata de cimentar una cultura, unos procesos y unas acciones para ello. No puede, por ejemplo, la esposa de un presidente usar los recursos públicos para su promoción personal ni mucho menos que su marido gane tres sueldos. ¿Eso no es un acto inmoral y anti ético? ¿O que el novio de la ministra del Interior sea trasladado inmediatamente de ser nombraba al despacho presidencial para tenerlo cerca? ¿O que el secretario particular tenga a sus parientes en cargos como la embajada de España? ¿O que el secretario de comunicación sea parte de un contrato y solo él no esté señalado en un supuesto peculado que llevó a la cárcel a cuatro periodistas?

Si la corrupción es para la venganza y el odio no será difícil que en un futuro sean medidos con la misma vara los actuales funcionarios y autoridades de justicia, los ministros y asambleístas, además de quienes los protegen.

Lo que hoy sí queda claro es que el supuesto combate a la corrupción se usa con fines protervos, para perseguir a adversarios políticos y para crear una falsa realidad de lo que en nuestro país es importante y urgente: sacar de la pobreza a millones de personas, pero sobre todo generar procesos de igualdad y de redistribución de la riqueza.

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