Por Romel Jurado Vargas

A la baja calidad jurídica de la propuesta de reforma a la Ley Orgánica de Comunicación que envió el Presidente Lasso a la Asamblea Nacional, se suma la mala calidad del debate público que han promovido ciertos actores políticos y, lastimosamente, algunos periodistas que fungen de dirigentes gremiales o son imagen y palabra de los grandes medios de comunicación.

Desde mi perspectiva, la confusión conceptual que tienen o buscan promover estos actores políticos y mediáticos se basa en la creación de un falso dilema entre la ley, que propone regulación del poder de los medios y establece los límites constitucionales de las libertades de expresión, de opinión y de prensa; versus la autorregulación que, según ellos, implica necesariamente la ausencia de regulación legal de los medios y de los periodistas, la cual se sustituiría por una “especie de normas” que los medios se podrían dar a sí mismos, sin la menor garantía de que sean de buena calidad respecto de los fundamentos y estándares del Estado de Derecho, ni de que se cumplan.

Pero sostener este falso dilema es una tontería del tamaño de una montaña, y ninguna persona con formación académica consentiría en aceptar que la discusión se plantee en estos términos feudales, como si las nociones de Estado de Derecho, de modernidad y derechos humanos no existieran.

En efecto, en todos los países que constantemente usamos como referencia de civilidad y progreso como Estados Unidos, Japón, Korea, Reino Unido o los países de la Unión Europea existen muchísimas normas jurídicas para regular a los medios de comunicación, los límites a las libertades de expresión, opinión y prensa, la publicidad, la propaganda, las violaciones a los derechos de la comunicación, el uso de las frecuencias del espectro radioeléctrico, el uso de los medios con fines electorales y un larguísimo etcétera; sin embargo, de forma simultánea, en muchos de estos países, existen prácticas muy consolidadas de auto regulación de los medios de comunicación y de las agencias de publicidad. 

Esto es posible, porque en esos Estados nadie se atreve a desconocer la necesidad, el deber y el derecho que tiene la sociedad, sus representantes en el Parlamento así como el Gobierno de establecer y hacer cumplir las reglas jurídicas para normar: el desempeño de los medios de comunicación; describir las infracciones que los medios y los periodistas pueden cometer en contra de los ciudadanos, o entre sí; las sanciones que deben recibir si un órgano administrativo o judicial declara su responsabilidad en la violación de un derecho; la reparación que las víctimas de la violación del derecho deben recibir; y los límites que el Estado debe respetar con relación al trabajo periodístico. Y, una vez que todas estas normas legales han sido establecidas, las empresas comunicacionales que así lo quieren, se auto imponen normas más exigentes que las legales, a las cuales se conoce como normas deontológicas o reglas de auto regulación.

La auto regulación es por lo tanto, el conjunto de normas éticas que los medios de comunicación se imponen a sí mismos para establecer estándares de conducta más elevados que los establecidos en la ley.

Por esa razón, en ninguno de estos países a los que continuamente usamos como ejemplo de la libertad y progreso, se entiende o se practica la autoregulación como una sustitución de la ley o una anulación de los derechos de los ciudadanos, pues esto equivaldría a instituir la ley de la jungla en el ámbito de la comunicación social.

La ley de la jungla, es la ley de los cavernícolas, según la cual, el más fuerte y poderoso crea sus propias reglas, decide cuándo y cómo las aplica o cuándo no lo hace, y no tienen que afrontar ninguna consecuencia por violar los derechos de los demás ciudadanos.

Aclarados los conceptos y las razones, es plausible sostener que una persona medianamente instruida se niegue a tragar esa rueda de molino que nos plantean los promotores de la auto regulación lassista, porque en realidad lo que nos están planteando es imponer la ley de la jungla, en la certeza de que ellos son los actores más poderosos de la comunicación, que cuentan además con el apoyo del poder del gobierno, para poner sus intereses por encima de los derechos humanos de todos los demás ciudadanos.

Finalmente, hay que señalar que la autorregulación en los países “civilizados”, que tanto nos gusta usar de ejemplo, implica por ejemplo la autoimposición de usar un lenguaje inclusivo, respetuoso de las diversidades de género, etarias, culturales, de capacidades físicas y mentales; también puede plantear prácticas amigables con el medio ambiente o cierto grado de responsabilidad social con la comunidad; la generación de empleo local; o la negativa de aceptar publicidad de productos alimenticios procesados que son dañinos para la salud o productos manufacturados que se han fabricado con la explotación laboral de niños o adultos.

En ese sentido, las normas de auto regulación que se imponen a sí mismos los medios de comunicación en los países “civilizados”, los diferencian ética y comercialmente de los medios comunes y corrientes que no las emplean. Así los medios auto regulados se elevan a un nivel superior de civilidad, desde el cual esperan conquistar las preferencias de los ciudadanos que aprecian el respeto a los derechos humanos, la responsabilidad social y medio ambiental, así como la obediencia a la ley y la consolidación del Estado de Derecho.

Por Editor