Una sentencia de la Corte Constitucional (CC) -tan intempestiva como inesperada- con la cual se aprobó el matrimonio igualitario entre parejas del mismo sexo en el Ecuador, fue capaz de provocar diversas reacciones en la sociedad ecuatoriana, como el aparecimiento de los complejos reprimidos de algunos políticos. Incluyendo, además, los nuevos ‘estados de disposición’ sobre todo anímicos y frenéticos de quienes se sienten lesionados en su extraña moralidad de última hora, los problemas de aceptación o de rechazo, de antipatía o de discreto consentimiento por la medida, la mayoría ligados a factores sociológicos o psicológicos. Incluso algunos desates patológicos y homofóbicos de sectores muy ligados a la derecha y grupos religiosos como católicos y evangélicos.
Aquellas reacciones sociales también han sido capaces de mostrar el problema de los instintos y el orden sexual del ser humano, hombres y mujeres, oprimidos por un sistema que solo reclama obediencia y disciplina, pero que desprecia la sensualidad y el placer. Vivimos momentos de contención, de neurosis y sicosis colectivas, muy propicios para crear muchas formas de dispersión, porque lo que debe prevalecer en una sociedad mediadamente constituida, -dicen los ímprobos- es la ordenación tanto política como social. De ahí al consumismo desaforado hay un paso.
Podemos hablar entonces de una ‘cultura opresora’, que pretende edificarse desde el idealismo o de ciertos conceptos morales estereotipados, que tienen una raigambre muy profunda en la ideología (o la justificación) neoliberal que solo busca construir una sociedad perfectamente desexualizada, muy propensa a la sumisión, por eso mismo atemorizada que impone formas de comportamiento para obstruir cualquier ‘dinámica de los instintos’ (Glaser) que pueda contradecir las intenciones finales del sistema: controlar los impulsos de los ciudadanos.
Helvetius, filósofo materialista francés del siglo XVIII, citado por Glaser, decía que ‘los prejuicios de los poderosos son las leyes de los débiles’. Y además agregaba que ‘la experiencia nos muestra que casi todas las cuestiones relacionadas con la moral y la política son resueltas por la fuerza y no por la razón’.
Cuando se trata de la sexualidad, las clases económicamente poderosas, en un alarde de pacatería y conservadurismo, ponen de inmediato en la discusión el problema del ser humano normal. La iglesia católica, a través de Monseñor Eugenio Arellano, presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, dijo lo siguiente: ‘estas resoluciones (de la Corte Constitucional) vulneran gravemente la seguridad jurídica del país. Nos preocupa el hombre, la mujer, los niños. Los niños para criarse necesitan la estabilidad del papá y la mamá’. Monseñor Arellano declaraba enseguida que no conoce de niños que hayan sido afectados por el matrimonio igualitario, ‘pero (eso) se desprende de los derechos de un niño normal. Y necesidades tiene. Se desprende de la banalización que estamos haciendo de la familia, de la pareja’, sentenciaba el clérigo.
La Iglesia, así como determinados sectores ubicados más bien a la derecha, apelan a las ‘costumbres y a los principios morales’, para señalar las líneas de comportamiento de la sociedad. Bajo el pretexto de esa supuesta identificación, desestiman la instintividad de los seres humanos y edifican un cuerpo jurídico para contener posibles ‘disturbios anímicos’ que más temprano que tarde deriven en explosiones de violencia social. Para no permitir la aparición de un mundo desviado y de desviados: por lo tanto, lo prudente y justo, es la contención de los impulsos sexuales que puedan dar cabida a la subsecuente energía erótica de la sociedad.
Atendiendo al planteamiento de Herbert Marcuse, han sido las formas de opresión capitalista (también en el socialismo real) que han surgido y se han perfeccionado desde la primera revolución industrial, las que pudieron crear una idea de civilización que ‘desublima’ la sociedad e introduce el totalitarismo ‘en los negocios cotidianos y los ocios del hombre, en su trabajo y en su placer. Se manifiesta a sí misma en todos los múltiples aspectos de las formas de diversión, de descanso, y está acompañada por los métodos de diversión, de descanso, y está acompañada por los métodos de destrucción de la vida privada, el desprecio por la forma, la incapacidad para tolerar el silencio, la orgullosa exhibición de la crudeza y la brutalidad’. (Eros y civilización H. Marcuse).
Los grupos conservadores -incluyendo algunos de ‘izquierda’- defienden un comportamiento sexual que no se desprenda de las normas pre establecidas. Porque la conducta social se ordena para defender la ‘armonía y la productividad’. Y se remarca el objetivo biológico de la preservación de la especie, fundamentalmente. Estos grupos enarbolan también la consigna de la seguridad basada en la familia y el parentesco. Herman Glaser, dice en su libro La sexualidad en la política, que ‘la sexualidad así socializada, sometida a normas, ejerce su influencia en el campo social y en el auto reconocimiento individual, al estabilizarlo dentro de tales normas de conducta, y al hacerle poseedor de un sentimiento propio de la moral, con lo que se engendran respeto social, consideración y contento…’.
Las sociedades normadas y sometidas a las prohibiciones que imponen el estado y la sociedad, caen fácilmente en la neurosis y la sicosis. La moral restrictiva consigue desatar la necesidad por lo obsceno o lo clandestino. De ahí a la hipocresía moral y la deshumanización hay un solo paso.
Habría que recomendarles a los acalorados de siempre, la lectura del libro Amor y sexo en la historia de Quito de Javier Gomezjurado Zevallos, que hace referencia a las relaciones amorosas y sexuales en el Quito de ayer, como dice la nota introductoria. Todo esto se complementa, por último, ‘con una revisión sobre las sacrílegas relaciones sexuales mantenidas por religiosos y religiosas, dentro o fuera de sus conventos; y con otros asuntos relacionados al sexo, en conexión con algunos personajes, lugares y hechos de los siglos diecinueve, veinte y veintiuno. Una aventura intensa, donde se entrecruzan los trances y tropiezos sexuales poco conocidos u ocultados por años y las prácticas que en otros tiempos fueron consideradas como escandalosas o impúdicas, pero que tuvieron como ingredientes principales al deseo y la pasión’.