En medio de los fuegos fatuos de la política en estos días apareció una noticia que muy pocos atendieron. México es el país con mayor desigualdad salarial en América Latina y entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). El uno por ciento de los mexicanos más ricos (un millón 247 mil) se apropian del 21 por ciento de los ingresos de toda la economía mientras 34 millones 515 mil sobreviven con menos de 5.5 dólares diarios (alrededor de 120 pesos). Según datos del Coneval, el ingreso laboral promedio es de 4 mil 400 pesos.
Al lado de la violencia –más grave en las localidades de menores ingresos- este es uno de los problemas más lacerantes para la sociedad mexicana. Pero, generalmente, se deja de lado en la agenda de los actores políticos y sociales contemporáneos. En el mejor de los casos es materia de preocupación de algunos sindicatos democráticos, organizaciones no gubernamentales y especialistas en la materia. Que la mayoría de los mexicanos viva al día parece no desvelar a muchos, salvo a los directamente afectados a la hora de las cuentas.
Este desinterés es entendible en el caso de los defensores de la sociedad capitalista, eminentemente en el caso de su variante de libre mercado. Consideran a la desigualdad, a la manera de Hayek, como un resultado natural de la asimétrica distribución de las capacidades al interior de la sociedad. Hay poco que hacer en este caso, salvo el emparejamiento de las condiciones de arranque.
Por el contrario, en el polo izquierdo del espectro político esta despreocupación no es un rasgo genético de su fisonomía política. Más bien, es el resultado de dos procesos históricos muy precisos: la crisis histórica derivada del derrumbe del socialismo como orientación predominante de la lucha anti-sistémica y el conjunto de operaciones ideológico-políticas destinadas a invisibilizar a la clase trabajadora (puestas en marcha desde mediados de la década de los sesenta). La pérdida de centralidad de la clase obrera, el fin las prácticas políticas centradas en la noción de clase y el adiós al proletariado fueron consignas que calaron hondo en los contingentes que pretenden retar al status quo.
Hoy en día se vale cambiar todo, menos el mundo del trabajo. En la agenda de la transformación social aparecen todos los temas imaginables, algunos necesarios y otros extravagantes, pero casi ninguno relacionado directamente con la relación capital-trabajo. Craso error porque, actualmente, contra todos los pronósticos, la clase que vive del trabajo es más amplia y se trabaja cada vez más. A las grandes mayorías les preocupa el salario, las prestaciones, la jornada laboral, el acceso a la seguridad social, el desempleo, sus expectativas de jubilación, etc.
Con el olvido de esta zona la izquierda perdió su vocación de mayoría. Se enclaustró en temas que preocupan a la clase media y a los estratos ilustrados antes que a los hombres y mujeres del común. Y comenzó a hablar un lenguaje completamente extraño a los sectores populares.
Pero en la política el vacío es temporal. El espacio dejado por la izquierda lo llenó el desarrollismo con la renovada promesa de que es posible incrementar los salarios y abatir la desigualdad con las políticas públicas adecuadas, lo que activó un conjunto de programas sociales dirigidos al mundo del trabajo y una política económica -moderada y todo lo que quieran- que ya cuenta entre sus logros con el primer aumento significativo, aunque insuficiente, de los salarios en cuatro décadas.
Es probable que esto explique de mejor manera el apoyo popular al gobierno en turno que la consabida idea de que se trata de masas engañadas por el populismo (tesis que, por cierto, es la misma que esgrime la derecha).
La desatención del mundo del trabajo es el factor fundamental en la jibarización de nuestra izquierda y en la incomprensión del conjunto de relaciones sociales en que se mueve. A esto se suma el acentuado romanticismo de sus expresiones más consolidadas, que desdeña a los sectores modernos capaces de ser conducidos al antagonismo anticapitalista. Parece que la vida está en otra parte: en la comuna rural pero nunca a la vuelta de la esquina, en los asalariados urbanos.
El retorno al mundo del trabajo y el abandono del romanticismo que esto implica es el requisito indispensable para que la izquierda mexicana recupere su voluntad de mayoría. La reflexión al respecto debe formar parte de una sana autocrítica de su desempeño en los últimos cuarenta años. No debe esconder la cabeza como el avestruz: si la realidad es insatisfactoria se debe también a la incapacidad de los contingentes que debieron conducirla por otro rumbo.
La izquierda mexicana debe pensarlo todo nuevamente: en primer lugar, su alejamiento del mundo del trabajo. Tal vez así haga un mejor papel que el Frente Nacional Anti-AMLO cuando le toque su turno al bate frente a lo que desdeñosamente llama “más de lo mismo”.
Tomado de Albedrío político