Hernán Reyes Aguinaga
Quizá por algún extraño tic nervioso o por una costumbre conservada desde aquellos lejanos tiempos en los que me dediqué al periodismo, aún me levanto muy temprano, prendo mi computador y reviso las noticias y editoriales de los portales digitales de tres o cuatro periódicos; tras lo cual, una vez al volante y –haciendo zapping dependiendo de los temas e invitados-, suelo escuchar dos o tres programas radiales de opinión, por al menos una hora por día. Hay veces en las que aún creo que tras haber cumplido este cuasi-ritual voy a enterarme de algo realmente nuevo o de algo muy significativo acerca de lo que no alcanzo a ver o a oír y que está pasando a mi alrededor, que sé lo que sucede en realidad.
Sin embargo, luego de este reiterativo ejercicio, cada vez me invade más una extraña sensación de vaciedad y lejanía. Las noticias y los comentarios que supuestamente deberían brindarme ese saber sobre el mundo, se muestran tan superficiales o marcados por la visceralidad, que es prácticamente imposible que puedan encajar en una visión mínimamente ordenada y coherente del trasfondo de la realidad. Son, mayoritariamente, como trozos de ideas sueltas, amasijos arbitrarios de letras y sonoros aullidos que se desperdigan por los espacios que tienen en los mass media, y que tras cumplir su función diaria de etiquetar lo que supuestamente se merece saber sobre la realidad, desaparecen sin dejar rastro alguno, llevándose consigo la posibilidad de que alguien o yo pueda forjarse una visión estructurada sobre lo real y sus mutaciones. La impresión es que todo lo de hoy es lo mismo que lo de ayer: las mismas preconcepciones dichas con estulta solemnidad y los mismos cuestionamientos reiterados con cínico descaro por los mismos que fueron antes cuestionados por los que ahora lo hacen. Un ruidoso bla, bla, bla, que se repite exacto y encantador.
En estas circunstancias, y antes que me atrape esa angustia que se asemeja a aquellas que sentía cuando la adolescencia me atrapó de súbito, me acuerdo de un texto que parece brillar en el estante. Lleva en su lomo impresas cuatro palabras “Después de la teoría”. Recoge una conjunto de planteamientos, propuestos por el excelente crítico cultural y político británico Terry Eagleton hace ya década y media. El primer capítulo apunta a definir qué tipo de pensamiento exige esta nueva era, y opta por dos palabras: política y amnesia. Y descarga a quemarropa frases que parecen cobrar repentinamente sentido para nombrar lo que la razón informativa oculta: la fascinación que ahora ejerce sobre muchos la “política de la masturbación”. Su crítica no apunta siquiera al ciudadano común sino a muchos que ostentarían sin problema el título de “intelectuales”, a quienes acusa de haberse encerrado en una torre de marfil y de haber pasado a “pertenecer al mundo de los medios de comunicación y las grandes superficies comerciales” y para quienes , “la inocencia y la amnesia tiene sus ventajas”. Lo más dañino de todo parece ser su ausencia de recuerdos de acción política colectiva y eficaz. Y pienso entonces, cae Rajoy y todos aplauden, pero el movimiento de los Indignados parece que nunca existió; mueren en protestas callejeras alrededor de 100 personas en Nicaragua, pero nadie parece saber qué mismo es el Frente Sandinista de Liberación Nacional. La política en Cuba parece limitarse a ser la salida de los Castro y el ascenso de alguien de quien nadie se acuerda el nombre; la batalla electoral colombiana en el mejor de los casos nos deja dos apellidos pero nada más; y entre tanto las que fueron otrora noticias como el golpe judicial-legislativo a Dilma y la prisión de Lula sólo caben en las redes sociales militantes; Macri reaparece de tanto en tanto como objeto ideal para los memes pero las marchas multitudinarias contra él no se cuentan, no se comentan, parecen no ser siquiera reales. Cualquier fake new por más ridícula que sea acapara masivamente la atención y hasta puede volverse tendencia, pero el genocidio israelí en la Franja de Gaza no parece interesarle especialmente a casi nadie. Kim Kardashian visita a su compañero de set televisivos, ahora dueño de la Casa Blanca, y todos quieren ver su foto juntos, y se maravillan de ese milagroso encuentro en la cumbre del poder de esos dos íconos del jet set. Habrá que esperar a ver cuándo las agencias internacionales se les ocurra volver a poner en la palestra la crisis militar del mundo civilizado con Corea el Norte, para acordarse que Donald Trump preside la potencia mundial que tiene en su manos la capacidad de gatillar la Tercera Guerra Mundial.
Y para citar unas muestras más cercanas de los alcances de la ingenuidad y la amnesia mediáticas: Venezuela y Julian Assange son simplemente un par de feos estigmas de la Canciller ecuatoriana, el anterior gobierno no es más que un pasado que hay que encerrar en el olvido o en la cárcel; la política actual se limita a chistes insulsos, expresiones procaces y berrinches a destiempo. Como dice con precisión Eagleton, producto de la desmemoria producida pacientemente por los medios de comunicación y las industrias culturales “en el centro de nuestro pensamiento hay un vórtice histórico que lo deforma apartándolo de la verdad”, y, así, la verdad, ese objeto de ataque de los libertarios expresionistas y de los postmodernistas empedernidos, se ve expulsada centrífugamente a los márgenes. Y como también sentencia con la justeza de su compromiso crítico, “lo verdaderamente escandaloso del mundo actual, es que en él casi todo el mundo está confinado en los márgenes”. Centro vacío e iluminado, periferias existenciales sufrientes y olvidadas. La tragedia de la política de la amnesia, súmmum plus ultra del capitalismo y su economía sígnica.