¿Qué tan plausible sería un decreto presidencial que diga: “Se considerará especialmente violatoria de esta disposición la utilización de la fotografía retrato o escultura de los funcionarios correístas o sus parientes, el escudo y la bandera correísta, el nombre propio del ex presidente, el de sus parientes, las expresiones ‘correísmo’, ‘correísta’, ‘progresismo’, ‘progresista’, ‘Revolución Ciudadana’, la abreviatura RC, las fechas exaltadas por el régimen anterior, las composiciones musicales ‘Patria, tierra sagrada’ y ‘¿Cómo será la Patria?’ o fragmentos de las mismas, y los discursos del ex presidente o fragmentos de los mismos.”?  Pues, todo lo ocurrido en estos casi dos años pareciera responder a un decreto como el hipotéticamente mencionado… como si éste fuera el programa de gobierno de Moreno.

El texto, adaptado, corresponde al decreto “anti-peronista” de la dictadura de Aramburu que fue conocido como “Revolución Libertadora”. La política suele ser repetitiva, tras lo vivido en Ecuador se puede ver que la estrategia de descorreización no resulta tan nueva, varias son las similitudes que guarda con lo que los dictadores que derrocaron a Perón en los cincuenta llamaban “desperonización”. Algún “populistólogo” actual aseguraría –con su petulancia característica- que las similitudes se explican por los elementos comunes de ambas experiencias populistas que tienen que ver con el “estilo” autoritario, que no guarda las “buenas formas” de la democracia y de los estadistas.

Pero esa explicación precaria debería desecharse por inútil, poco ayuda a explicar fenómenos políticos tan complejos como el populismo y, luego de lo ocurrido en Ecuador, deberíamos tener mucho cuidado cuando nos dicen: “es un problema de estilo”, porque habría que ver a dónde nos condujo el famoso “cambio de estilo”. Los adoradores de Alexis de Tocqueville que procuran ser menos primarios dirán, por su parte, que las similitudes radican en la consolidación de una estructura de poder que atrofió a la “sociedad civil”, limitando las libertades y creando un “sistema de impunidad”.

Prefiero otra explicación, algo más compleja, como las que ensayaban hace años, en los tiempos del peronismo, el varguismo o el cardenismo, varios de los más notables investigadores sociales de América Latina. Las semejanzas están más bien en los cambios sociales, políticos y económicos que representan –guardando las grandes distancias, por supuesto- el peronismo y el correísmo. No en el sentido de los cambios que promovieron solamente, sino –y especialmente- las transformaciones sociales de las que estos fenómenos políticos son expresión concreta. Ambos, en contextos disímiles, responden a cambios importantes en la estructura de clases de nuestros países. La poderosa emergencia de la clase trabajadora en el caso del peronismo y de una peculiar clase trabajadora vinculada principalmente a los servicios (de ahí lo de las empleadas domésticas), así como de una clase media forjada a pulso desde los estratos populares por la migración, en el caso del correísmo. Y en ambos fenómenos el surgimiento de nuevas burguesías más ligadas al comercio y la industria anclados en los mercados nacionales.

También en los dos ejemplos, sistemas políticos incapaces de representar a los nuevos grupos y sus complejas configuraciones. Incluso en las izquierdas tradicionales y su inveterada desorientación cuando el populismo les pasa por encima llevándose la representación de los grupos sobre los que creen tener “exclusividad”. Una muestra dramática: en Ecuador nadie cayó en cuenta del poder sindical que podía constituir la organización de las trabajadoras domésticas y la lucha por sus derechos. Por supuesto, ahí están las profundas diferencias también, el peronismo aprovechando esa situación dio forma a una de las más sólidas experiencias de organización política de masas en nuestro continente; el correísmo, en cambio, atrincherado en la gestión de Estado y con serias dificultades en la creación de una base organizada.

En medio de los profundos cambios sociales y la crisis política hay algo común en estos fenómenos populistas: la reivindicación política de los “descamisados”. Eso de darles un lugar en un orden político estructuralmente clausurado a su presencia. Los modos en que eso ocurre pueden ser tremendamente heterodoxos, y pueden ser objeto de críticas válidas, pero lo más significativo es que distan de ser un puro ejercicio demagógico, su valor radica en su dimensión práctica. El mejoramiento de las condiciones de vida de los más pobres está en el centro de sus proyectos nacionales y esto ocurre afectando el poder de los sectores dominantes tradicionales. De ahí la importancia que tienen también la renovación de las élites políticas y la conformación de una nueva estructura de relación del sistema político con las élites económicas emergentes. Digámoslo de paso, es una perogrullada aquello de que dichos populismos favorecieron a cierto sector empresarial o que no son más que procesos de “modernización capitalista”, la grandilocuencia con que se sueltan estas cosas parece tratar de ocultar el hecho de que no se está descubriendo la rueda.

En lo del peronismo las tensiones lógicas derivadas de esta situación propiciaron una ambigüedad política constitutiva, referida a la idea de que hubo un peronismo de izquierda y otro de derecha. Claro, la radicalidad del enfrentamiento político en esos tiempos era mucho mayor, eso derivó en las expresiones armadas de Montoneros y la Triple A respectivamente. Por eso tampoco era muy novedoso aquello que se dijo del correísmo insistentemente, que había una facción de izquierda y otra de derecha en su interior. Lo que resulta sorprendentemente novedoso es cómo se resolvió el conflicto.

En Argentina la “desperonización” significó la proscripción del peronismo por casi dos décadas. La arremetida conservadora había ocasionado la radicalización de los sectores de izquierda del peronismo. A inicios de los setenta el anhelado retorno de Perón ocurrió, pero vino aparejado de la violenta resolución de las disputas al interior del peronismo. La facción derechista impulsó una purga interna para extirpar al peronismo de izquierda, conformó la Triple A y se dedicó a la persecución de sus compañeros, con ello en el último –y corto- gobierno de Perón y en el de Isabel Perón el propio peronismo creó las condiciones para el advenimiento de la cruenta dictadura de Videla.

El contraste con la reciente experiencia de “descorreización” en Ecuador es desolador. Cuando Alianza PAIS decidía entre Moreno y Glas para la candidatura presidencial todo parecía tener una claridad absoluta: Moreno era el candidato del correísmo de izquierda y Glas del de derecha. Moreno era impulsado por las más preclaras y militantes conciencias de la izquierda correísta, mientras que en el entorno de Glas estaban los “derechosos”, los que carecían de convicciones políticas revolucionarias y que se habían trepado al proyecto a última hora, incluyendo al propio Correa por supuesto, ese grupo de guayacos advenedizos…

La formidable paradoja del triste sainete que es ahora nuestra política consiste en que la arremetida conservadora y la persecución en contra del correísmo son promovidas por su facción “de izquierda”. Ese sector que en gran parte –ventajosamente no todas ni todos- volvió por sus fueros y se reconcilió con su origen, forjando así una “santa alianza” con la izquierda anticorreísta no para detener las tendencias conservadoras del correísmo, sino para desmantelar sus tendencias progresistas y entregar el poder a la derecha más retrógrada. Maestra de las paradojas, esa “izquierda cuántica unificada” es la que espeta con asco al correísmo su incapacidad de autocrítica.

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