Por Lucrecia Maldonado
Hace muchos años, durante el breve gobierno de Jaime Roldós, el rey de España, Juan Carlos de Borbón, de quien todavía no teníamos las noticias que tenemos ahora, visitó el Ecuador y en un gesto de cierta simpatía, no sabemos cuán sincera, quiso colocar una ofrenda floral en el monumento a Atahualpa, que hasta él daba por sentado que teníamos aquí en Quito. Y pues no. No había. O sí, me equivoco: había. Era una pequeña efigie, verdosa de orín, de menos de un metro de alto, semioculta en el jardín del retiro de una casa particular venida a menos, en medio de chatarra y artilugios de mecánica. Entonces se decidió que pusiera la ofrenda floral en otra parte, y mejor para Atahualpa, que no habría resistido la ofrenda de semejante ficha, pero en fin…
¿Por qué hasta ahora no tenemos una estatua de Atahualpa, el emperador inca exterminado por la conquista, en ningún lugar visible ni destacado de la ciudad en la cual reinó, y en cambio contamos con una estatua de Sebastián de Benalcázar en una plazoleta del Centro Histórico, otra de Colón, que preside un parque en el Centro Norte, y una pequeña estatua de la reina Isabel la Católica en la entrada de un barrio llamado La Floresta en donde cada calle tiene el nombre de una ciudad, región o pueblo de España? Cada doce de octubre las estatuas mencionadas aparecen vandalizadas: pintadas de rojo para simbolizar toda la sangre que se derramó en el cruento proceso de la Conquista y la Colonia, con letreros alusivos a esa parte sombría de la historia que se oculta en los libros de texto y las sesiones solemnes de celebración de las fundaciones españolas de nuestras ciudades. Entonces los defensores de la ‘hispanidad’ se erigen sobre su metro y medio de estatura (altura promedio de esta casta) y reclaman, y se indignan, y no solamente eso, sino que protagonizan actos de desagravio que tienen bastante de histriónico y mucho más de ridículo, como ir a entregar simbólicamente un ramo de rosas rojas a la estupefacta e impasible efigie de la reina genocida de árabes, judíos e indios, en desagravio porque aunque sea simbólicamente alguien le ha dado una sopa de su propio chocolate. Se supone que las estatuas sirven para recordarnos el pasado. Para mostrarnos quiénes son los próceres, los que construyeron lo que llamamos Patria y en últimas un gran ejemplo a seguir. Sin embargo, las estatuas también forman parte de una imposición ideológica difícil de eludir. Tal vez por eso, cuando los valores de una sociedad cambian, o cuando han sido símbolos de opresión, la población se vuelve contra ellas, recordemos si no la efigie de Lenin siendo derrumbada durante la caída del muro de Berlín, algo que no ha censurado ninguno de los que sufren hasta el paroxismo por la vandalización de las estatuas del imperio español, aunque él también tenga un lugar importante en la historiade la humanidad.
En lugar de vociferar, de dar vacías proclamas de hispanismo arrbista y provinciano, deberíamos preguntarnos por qué un sector de la población se empeña en visibilizar la parte sombría y sangrienta de un proceso que no fue el idílico encuentro entre dos mundos, como se nos quiere vender la idea, sino la sangrienta y genocida imposición de una parte del mundo sobre otra para lanzarse con voracidad sobre los recursos naturales, impulsados por una codicia que hoy por hoy ha llegado al extremo de llevar al planeta al borde de la destrucción. Negarse a verlo, negar la sangre de las masacres, el imperio de muerte que trajeron sus virus y bacterias y la tiranía y crueldad con que se realizó se acerca más a la estulticia que a la reconciliación. Y si bien en lo que somos están ambos lados, quizá no es necesario el permanente recordatorio del sojuzgamiento con el objetivo de que sigamos siendo sumisos y sintiéndonos inferiores por no ser tan peninsulares como quisiéramos.
Tomado de con los ojos puestos