Por Santiago Rivadeneira Aguirre

Los independientes o los cualquiera, inauguraron en el país hace muchos años el ‘cualquierismo’ (un término muy propio de Pasolini) para dejar sentado que buscan aprovecharse de las circunstancias electorales para su propio beneficio. Algunas de sus posturas hasta tienen algo de comicidad y de simplicidad, cuando hablan de ‘independencia ideológica’ como el antídoto contra la  enfermedad de la política. La «independencia» tiene forma de vacuna y de protección, sobre todo porque es la manera astuta de decir que este sector flotante, puede inclinar decisiones a uno u otro lado de la balanza. Síntoma de esta mala presencia de la politiquería es el presunto independentismo, de quienes no vacilan en experimentar en ellos mismos la miseria de la cosificación en cualquiera de sus infelices conveniencias. 

La exuberancia expositiva y el exceso discursivo están ligados, de manera inexorable, al aparecimiento de lo banal y la domesticación de la política. Pero más allá de la versión excéntrica, ciertas posturas confluyen en una especie de interpretación secundaria del quehacer público corporizada en la figura de los independientes. ¿Quiénes son los emancipados? ¿Seres que alucinan o que promueven una visión periférica del mundo, que suscitan en la comunidad profundas sospechas de comportamiento? No son ni de aquí ni allá y, sin embargo, pretenden estar en medio de todo.

La naturaleza retroactiva de sus acciones, les obliga a mirar el pasado como una sustancia que envilece. Son de alguna manera los postmodernistas de la política ecuatoriana, porque las acciones y declaraciones de un independiente, siempre provocarán un tremendo desorden. Es decir, que ellos han cubierto el quehacer político del país de inestabilidad, de contubernio y de componendas. La política ecuatoriana acusa un incontrovertible apogeo de la puerilidad y la ambigüedad, no tanto por el enfrentamiento ideológico entre la oposición (con sus latentes y gastados matices) y el oficialismo, sino por la injerencia nefasta de estos árbitros. ¿Qué son? ¿Cómo están constituidos ideológicamente? ¿A quién obedecen? ¿A quién rinden cuentas?

Son sujetos aparentemente autónomos, victoriosos e insípidos, que siempre obtienen triunfos de virtud categórica incuestionable, porque pueden estar de acuerdo, como la divinidad absoluta, de lado de cualquiera. Ese rasgo teológico de su pensamiento, les convierte en narcisistas patológicos, que es como sabemos, la representación arrogante de la subjetividad que caracteriza a la sociedad de consumo. El independiente, por convicción y doctrina, es único, no especular, es decir que no tiene doble, escapa a la relación concertada, razón por la cual cree que desempeña un rol esencial en la vida política y en las decisiones parlamentarias. Circula y se mueve entre sus iguales en busca de su propio lugar. Goza sin embargo del acoso y del alago con la misma fruición.

La paradoja de su función consiste en que, aunque solo es un resto del conjunto, un saldo «excrementicio» -como diría el psicoanálisis- opera premunido de su aparente o supuesta condición positiva para la consecución de sus propósitos. Es él mismo excluido e introducido como una falsa alternativa política. Los independientes constituyen la encarnación que da cuerpo al goce imposible que se alcanza con el ejercicio y la práctica de la transmutación y la fascinación ambigua.

Este sentido del sacrificio nunca queda exento de un subterráneo sabor amargo que se cubre, más temprano que tarde, con otros y nuevos llamados a cumplir con la impagable oblación. Los independientes presentifican la ausencia: de contenido, de sustancia, de horizonte. Lo concluyente es que, siendo un conglomerado poco definible en número y calidad, siempre es posible considerarlo como una especie de ilusorios demiurgos que examina hasta los más pequeños detalles, que jamás se equivoca cuando toma decisiones porque todas ellas están signadas por la ventura divina del acierto.

En un país sobrecogido por las contradicciones y las incertidumbres, el independiente es un ser que asume su rol como si fuera el guía de todos o el ejemplo de quien se siente predestinado a equilibrar el  mundo. El independiente está donde la oportunidad lo ubique. Es el bufón preferido del sistema y del poder, que ‘terroristamente’ y libre de vanidad señala la culpabilidad de otros, mientras promueve escándalos y agresiones. Es el conformismo y la funcionalidad de estos empollones que ahora mismo intentan salvar al banquero de la destitución en el juicio político de la Asamblea. Porque el otro bemol es el arribismo palingenético que permanece en sus cuerpos hasta las siguientes elecciones o el siguiente chantaje. Se dirá que hay excepciones, claro, que no anula el estatus extremista y reaccionario de aquellos que son asimilados por el sistema, aunque en los hechos muchas de sus acciones estén fuera del hábito moral de los electores.

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