Lucrecia Maldonado
Por fin, después de seis años de zozobra y angustia, el ‘pastor’ Jonathan C. se ha acogido a la figura de ‘cooperación eficaz’ y ha decidido aceptar que fue el autor de la desaparición de la joven Juliana Campoverde. Para ser escuetos, ha confesado dónde enterró el cuerpo, es decir que la asesinó después de abusar de ella, con toda seguridad.
Más allá de las implicaciones legales y de las críticas que se podrían hacer a los vicios procesales de este caso y a ciertas asombrosas lealtades como la de una funcionaria que se negó a actuar en el caso por ser de religión evangélica, las reflexiones sobre este y otros hechos pueden conducir a preguntarnos en qué clase de mundo vivimos.
Las denuncias de crímenes execrables cometidos por clérigos se han convertido, últimamente, en el pan de cada día, y en todas partes del mundo: desde hace algunos años no pasa un día sin que nos enteremos de algún caso de abuso a menores (o mayores) por parte de un sacerdote católico (con más frecuencia de la deseable, acolitado por inocentes monjitas), un pastor evangélico e incluso algunos rabinos judíos, ortodoxos o no. Y si no se cuenta con datos de la religión islámica es porque no es mayoritaria en nuestro medio.
Cabe una pregunta un poco desgarrada: si el Dios de las religiones monoteístas (llámese Alá, Jehová o Yahvé) elige a los suyos, ¿por qué lo hace tan mal? ¿Acaso, como en algún momento más de la mitad del pueblo del Ecuador, se deja convencer por las proclamas de fidelidad y de buena fe de un poco de trastornados que lo único que quieren es un parapeto en donde esconder sus más bajos instintos? ¡Pero es Dios! Se supone que mira en lo más profundo del corazón humano y conoce las más hondas intenciones de las personas. Se supone, según los mismos textos sagrados, que ni un cabello se cae de nuestras cabezas sin que su voluntad lo disponga. ¿O eso también será parte del discurso con el que estas creencias pretenden abrogarse de unos poderes que están muy lejos de ser todo lo santos que proclaman?
No resulta tan sorprendente que cierto tipo de delitos sexuales hayan anidado en estos espacios, como el fervor que sus jerarquías y acólitos ponen en el hecho de minimizar la gravedad de las acciones y, en muchos casos, de protegerlos utilizando una serie de triquiñuelas a cuál más pintoresca. Por ejemplo, ante la aparición de las primeras series de denuncias de pedofilia al interior de la iglesia católica, el sigilo y los ‘traslados’ de los implicados a otras parroquias o diócesis. ¿Qué se pretendía con esto? Aparte de esconderlos o protegerlos, ¿acaso diversificar el área de acción de los malhechores? ¿’Premiarlos’ entregándoles nueva ‘carne fresca’ para sus instintos incontrolables? En redes sociales circulan una serie de titulares en donde obispos se hacen cargo del delito de sus sacerdotes haciendo declaraciones del corte de “El aborto es un delito mucho peor que la pedofilia”, o cosas así, que resultan inverosímiles y ante las cuales cabe preguntarse primero si serán reales, y de serlo, qué clase de jerarquía sirve a qué clase de dios.
Pero no son solamente las jerarquías quienes los defienden: en el hilo de los comentarios de las noticias relacionadas con el caso de Juliana Campoverde, los mismos feligreses y fieles evangélicos defienden a Jonathan diciendo que nadie tiene derecho a juzgarlo o que solamente Dios puede hacerse cargo de su pecado. Y de pronto también es así: nadie tiene derecho a juzgarlo más que ese mismo Dios que se equivocó al elegirlo; sin embargo, ¿y las víctimas? ¿Y el joven cuerpo de Juliana Campoverde abandonado en una quebrada como el de un animal sin dueño? ¿Qué se hace con eso?
Hace diez meses se engañó al país entero con una consulta popular una de cuyas preguntas hablaba de los delitos de abuso sexual contra menores. Aquí alguien puede saltar diciendo que Juliana Campoverde no lo era. Pero de igual forma fue una víctima indefensa ante la voracidad de un depravado: la víctima del abuso de poder de alguien que anuncia tener línea directa con la divinidad para poder cometer actos que van más allá del horror. La pregunta mencionada se refería al hecho de que dichos delitos no prescribieran, y mucha gente dio el sí a toda la consulta por esa sola interrogante. Hoy se ve, entre la estupefacción y la rabia, cómo se le concede a la iglesia católica (cuna y refugio de miles de malhechores en ese sentido y en todo el mundo) la posibilidad de ‘mediar’ en este tipo de acciones, y se le permite a un delincuente confeso de agresión sexual y muerte acogerse a un derecho que en estos casos no debería existir, para poder conseguir una información que, aparentemente, nuestra policía y nuestras instancias de derecho penal son incapaces de adquirir por otros medios. ¿Cuál será la excusa? ¿Qué así mismo son los ‘elegidos del Señor’?