Emilio Uzcátegui

Casi como una premonición de la decadencia de la democracia liberal en el capitalismo tardío, la escritora Suzanne Collins creó la novela: Los juegos del hambre. En esta historia, un planeta llamado Panem es gobernado por un nivel central, el Capitolio; que a su vez controla con mano dura a 13 distritos territoriales. Cada uno envía los recursos que produce al Capitolio que a cambio les otorga seguridad y protección. Las condiciones de vida de los ciudadanos de los distritos son miserables, mientras la gente del Capitolio, donde se concentra el poder político y económico de Panem, está llena de lujos y excesos.

El Capitolio, para evitar la rebelión de los ciudadanos de los distritos ante semejante injusticia, ha creado una compleja maquinaria de entretenimiento, que acompañada de algo de brutalidad y represión ha permitido perpetuar la desigualdad entre los ciudadanos hasta normalizarla. La punta de lanza de la maquinaria de entretenimiento son “Los Juegos del Hambre” un evento anual, en el que se eligen representantes de cada distrito para pelear una batalla a muerte en una arena donde todo se vale con tal de sobrevivir. El premio para el ganador es abandonar la miseria de su distrito. Algo así como combate o calle 7 hecho cine gore .

Los participantes de los juegos dependen de su astucia y habilidad para acabar con sus contrincantes; se vale hacer pactos bajo la mesa y romperlos, forjar alianzas y apuñalarse por la espalda; no hay reglas para el combate, todo en nombre de mantener la “paz” de los distritos, porque a fin de cuentas es “mejor” que mueran en batalla unos pocos representantes a que el pueblo se enfrente entre sí y es aún mejor que todo esto sirva para que nadie cuestione el poder del Capitolio sobre los Distritos ni la violenta desigualdad que este genera.  

Esta semana, la Asamblea Nacional ha inaugurado sus propios juegos del hambre. En su calidad de representantes elegidos por voto popular, han decidido por una conveniencia coyuntural sentar un precedente que los perseguirá durante todo el tiempo que les queda en funciones. Han resuelto que pueden destituirse entre ellos mismos, con sus propios votos, sin una sentencia previa y aplicando un procedimiento análogo, con una cantidad de votos acordada entre ellos.

Dentro de este entuerto de pactos, que tuvo como protagonistas al Secretario de la Política y a algunas autoridades legislativas, se llegaron a sendas conclusiones, entre ellas: que se requiere menos votos para destituir a un Asambleísta elegido por voto popular, que a un Ministro designado por el Presidente; que las resoluciones votadas y aprobadas por el Pleno de la Asamblea pueden invalidarse con el solo “arrepentimiento” de su proponente; que todo el trabajo y los criterios técnicos contenidos en el informe final de una comisión ocasional pueden ser reemplazados por emotivos y furibundos discursos en el pleno, siempre y cuando estén acompañados de los pactos políticos correctos.

Lo logrado, más allá de demostrar la culpabilidad o inocencia de Sofía Espín o Norma Vallejo en sus respectivas acusaciones, tarea que quedará para jueces y fiscales que a su vez parecen estar en sus propios juegos del hambre; es la demostración que en la actual desinstitucionalización que vive el país, las condiciones jurídicas que guían la disputa democrática se han anulado. Nuestros representantes, salvo honrosas excepciones, se enfrentan con violencia, odio y escasa argumentación; su labor ahora, lejos de legislar o fiscalizar es sobrevivir.

La lamentable respuesta de quienes con ingenuidad aplauden esta clase de acciones siempre y cuando vayan direccionadas contra el “malvado correísmo”, ha sido justificarlas con el ya tan desgastado “ustedes hicieron lo mismo”. Esta afirmación desnuda el verdadero discurso político de estos tiempos transitorios y es que al parecer nunca les molestaron las supuestas prácticas del “correísmo”, que en su momento criticaron duramente, la verdadera molestia era no ser ellos quienes las apliquen; el auténtico problema era que esa supuesta “desinstitucionalización” de la que se quejaban no era funcional a sus intereses, la de ahora sí y por eso merece ser aplaudida incluso por “notables” juristas y estadistas.

En este escenario de supervivencia no nos queda más que esperar que, al igual que en la historia de Collins, el gesto humano y decente de uno de los jugadores conmueva a la ciudadanía al punto de llevarla a una rebelión; no entre sí, sino contra el real poder que está detrás del Capitolio; ese poder económico y político que nos ha hecho creer que la desigualdad es la condición natural de nuestro país y que ahora arremete con furia ante la ausencia de liderazgo político desde el ejecutivo. Que comiencen los juegos…

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