No debemos menospreciar la oportunidad de oro que nos brindan estos tiempos, porque lo que comenzó como una recomposición de poderes oligárquicos se ha tornado en un verdadero carnaval fascistoide, porque ya no se guarda la compostura ni las formas. Oportunidad en la que podemos atentar contra toda teoría, reescribir la historia y destruir conceptos a nuestro antojo, eso sí, siempre y cuando tengamos la venia de los micrófonos y sus titulares.

Las principales víctimas de este contubernio no se cuentan en personas, pues para los miembros del club, los ciudadanos son mero daño colateral. Lo importante es reescribir los conceptos, aunque sea a fuerza de repetición.

Esta estrategia se evidencia en espacios mínimos y cerrados, como los programas políticos de los medios tradicionales, que hacen las veces de papers académicos para los miembros del club. Estos espacios nos brindan la oportunidad de ver cómo los “pensadores” del club entienden al Estado, la democracia y la institucionalidad.

Ya lo decía en uno de estos programas el asambleísta Fabricio Villamar, donde alegremente resaltaba que lo políticamente correcto es evitar que “los correístas”, que para el entendimiento del legislador definitivamente no son parte del club, se vuelvan a aprovechar de los 50 millones o más que costaría un proceso electoral; que lo políticamente correcto es evitar que el Consejo de Participación Ciudadana, ahora sí electo por voto popular, les dé a “los correístas” el control de la República; que lo políticamente correcto es enviar a la casa al señor Tuárez, Presidente del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social definitivo.

Vale la pena realizar una autopsia a estas declaraciones, pues retratan perfectamente cómo el club entiende la democracia o más bien su ausencia. Primero podemos ver que para el asambleísta Villamar, cualquier elección que gane el correísmo es endémicamente incorrecta. El verdadero sujeto de esta afirmación no es el correísmo, son los miembros del club, pues ellos al parecer tienen poder de veto sobre la voluntad popular y en su patricia magnanimidad pueden decirle al elector que se equivoca. De entrada, la autodeterminación de los pueblos parece no ser tema de discusión para el club. 

Poco reparan los miembros del club en las razones por las que el correísmo se fortalece aun en las condiciones actuales. No hay análisis sobre el deterioro de las condiciones materiales de vida de la ciudadanía, a la que poco le importan las peleas de políticos. Lo que el votante sabe es que la gasolina sube, los servicios públicos suben, los despidos siguen y que no hay ningún tipo de liderazgo que supere la narrativa de la “descorreización” y proponga una solución a cualquiera de estos problemas. 

Es irónico que un asambleísta, que ostenta tal dignidad en razón del voto popular, afirme de manera tan suelta que la democracia como principio fundacional del Estado depende de quienes sean los ganadores. El día de mañana alguien también podría afirmar que lo políticamente correcto es evitar que alguien de apellido Villamar se vuelva a aprovechar de un voto mayoritario para legislar en favor de minoritarios intereses económicos, como la eliminación del impuesto verde. Pero no, nadie dice eso, porque al final de cuentas los intereses de esas minorías también merecen su representación, por más ínfima y mezquina que pueda parecer. Entonces, la única forma de explicar este fenómeno en donde la decisión de las mayorías se tacha de incorrecta, mientras la voluntad de minoritarios grupos económicos prevalece sobre el bienestar de las grandes mayorías, es que lo que tenemos es una democracia de club.

Un club por definición es un espacio que admite exclusiones y cuyo acceso tiene barreras económicas o se maneja de forma monopólica, este es el modelo de ‘participación ciudadana’, no democrático, que se busca imponer. 

La verdadera democracia debe entenderse como un bien común de la sociedad y el fundamento legitimador de la existencia misma del Estado. Una verdadera democracia no puede admitir exclusión ni tener barreras de acceso; la democracia no se desgasta en su uso, ni el ejercicio democrático de un ciudadano va en desmedro del de otro. Eso sí, hasta que este bello concepto cae en manos de los miembros del club y se transforma en cualquier cosa que sea útil para pasar la coyuntura.

Pero la fuerza de la repetición es necesaria para la implantación de estos contrasentidos; tan es así que el presentador de dicho programa, poco tiempo después de terminado el espacio televisivo, escribía a modo de resumen que en el 2017 las fuerzas políticas coincidieron en reformar el Consejo de Participación Ciudadana pero que la consulta mediante la cual lo hicieron estaba mal enfocada; entonces, ahora la única salida es que Lenín Moreno, Jaime Nebot y Guillermo Lasso definan una posición sobre la actual crisis, pues de ellos depende que la democracia no nos decepcione…

Este sencillo trino es en realidad una convocatoria a Asamblea General para los miembros del club; porque la única forma de que la democracia no nos decepcione es, al parecer, asegurarnos que solamente los miembros del club decidan por sobre los ciudadanos; porque para los miembros del club y sus voceros la voluntad popular solamente es válida en la medida en que legitime sus decisiones. 

En caso de que la democracia sí los decepcione, siempre hay la posibilidad de volver a crear un régimen de autoridades transitorias, nombradas a dedo, decidiendo por sobre la ley y la Constitución y a esto los miembros del club y sus voceros tendrán la osadía de llamarlo una cruzada por recuperar la institucionalidad

Entonces para los miembros del club, la democracia no se sustenta en la voluntad de la mayoría y la institucionalidad no se fundamenta en el estado de derecho. Al parecer, en su diccionario político la definición de estas palabras es básicamente: lo que a mí me dé la gana.

La implantación estructural de esta manera tan perniciosa de entender la democracia requiere necesariamente de la eliminación del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. El riesgo de tener una institución que pueda designar a autoridades de control por fuera de la lógica de los acuerdos entre partidos políticos tradicionales, significa ceder a la ciudadanía el poder de fiscalizar al club y esto les resulta inadmisible. 

La guerra contra el Consejo de Participación Ciudadana no es contra José Carlos Tuárez. Poco o nada tiene que ver con los requisitos con los que inscribió su candidatura (que por cierto fueron revisados y aprobados por el Consejo Nacional Electoral Transitorio) del cual formaba parte Diana Atamaint, actual Presidenta del Consejo Nacional Electoral definitivo. Los miembros del club pueden equivocarse y a la final salir ganando, pueden incluso beneficiarse de su propio dolo y usar sus errores convenientemente para anular la voluntad popular cuando fuere necesario.

Más allá de esto, el ataque sistemático a la institución y a sus personeros obedece a la necesidad que tienen los miembros del club de asegurarse de que cualquier forma de participación ciudadana se realice exclusivamente desde los partidos políticos tradicionales y las organizaciones sociales que les son cercanas, o sea desde sus filas. Esto significa volver a la dinámica del toma y daca del antiguo Congreso Nacional, donde el partido X pedía el apoyo del partido Y para designar, por ejemplo, al Superintendente de Bancos a cambio de apoyar al candidato a Contralor propuesto por el partido Y. Al final el partido X ponía Superintendente y partido Y ponía Contralor, según los intereses de los financistas de cada partido y todos felices.

El problema de esto es que las instituciones de control se convierten en bastiones de los partidos políticos tradicionales. Cuando los criterios de designación para las autoridades de control son más políticos que técnicos, el Superintendente ya no es un experto en regulación financiera sino el político más obsecuente a los intereses de los bancos a los que regula; el Contralor no es un experto en auditoría sino el militante más acérrimo del partido que lo nombra. En conclusión el control se trata más sobre popularidad y habilidad política que sobre, pues… control.

En este lamentable escenario la esperanza que queda es entender la fragilidad del club y atacar desde allí, desde los diversos y mezquinos intereses de sus miembros, que inevitablemente llevarán al club a su colapso. Es que la mejor forma de “descorreizar” no es acabar con los voceros del correísmo es, simplemente, gobernar en favor de las grandes mayorías, entender que quienes no pertenecen al club son personas también, con derechos; pero los miembros del club son absolutamente incapaces de entender cualquier cosa por fuera de su mezquindad y su ambición personal.

Por el momento, mientras se configura una opción popular que ponga freno a las incontenibles ambiciones de los miembros del club, los ciudadanos sí debemos exigirles una cosa… tengan la decencia de dejar de fingirse demócratas.

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