Adentrándonos más en las lecciones del caso argentino, a partir de los resultados de las primarias presidenciales de agosto pasado que implicaron la posibilidad de que en octubre gane la fórmula de unidad integrada por Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, pareciera plantearse una segunda dificultad (respecto a la presentada en la anterior columna) ligada a las posibilidades de instaurar una nueva “oleada” progresista e incluso garantizar continuidad a aquellos procesos que no fueron arrebatados por la derecha como Uruguay y Bolivia.
Dicha dificultad justamente radica en que incluso la noción de oleada, que contempla tanto la acción emancipadora de los sujetos así como las condiciones para que ésta sea fructífera, no logra romper con una lógica de ciclos de signos contrarios (antagónicos) que se suceden alternativamente en el tiempo. Una lógica en la que a la izquierda sólo le tocará su “momento” cuando la derecha devele sus límites y, a su vez, su “momento” fenecerá cuando ésta muestre los propios.
En los hechos parece que los gobiernos progresistas solo pueden advenir luego (a posteriori) de que los proyectos neoliberales destruyen las sociedades y les revelan a sus miembros cuan insignificantes son para la acumulación capitalista. Sólo bajo esas condiciones de dominación y expoliación pareciera que los proyectos de izquierda tienen alguna posibilidad de alcanzar el poder institucionalizado mediante elecciones democráticas. Esto también parece un destino ineluctable e inexorable. ¿Es que acaso no puede lograrse que un proyecto de izquierda alcance el poder bajo otras condiciones que no sean las del saqueo neoliberal y, ligado a esto, es que acaso no es posible un proyecto progresista que sea perdurable?
Y es que en esta idea de ciclos alternos pareciera que los procesos históricos nos revelan una complejidad adicional: aquella que indica que nuestras propias propuestas progresistas resultan funcionales a nuestros fracasos o al éxito del advenimiento de la reacción conservadora. En Argentina, Brasil y Ecuador paradojalmente las políticas igualadoras de los proyectos progresistas terminaron generando efectos desigualadores. Acabaron alimentando argumentos deslegitimadores de esas intervenciones estatales. ¿Por qué? Bueno, en parte porque como bien ha señalado la sociología, los procesos de incorporación política y social de sectores que estaban excluidos y que no podían acceder a derechos, involucran dinámicas de distinción, jerarquización y estratificación. En sociedades altamente desiguales como las nuestras, que han naturalizado y normalizado tales desigualdades, hacer políticas pro-igualdad genera automáticamente un abanico de “efectos reacción” desigualdadores. El re-advenimiento de los gobiernos de derecha en la región justamente se apoyó y exacerbó las dinámicas desintegradoras que las mejoras objetivas del bienestar habían generado los propios proyectos progresistas.
Por su parte, una vez producido este escenario la recomposición neoliberal arremete sin gradualismos contra los avances apenas alcanzados de sus antecesores sumiendo en poco tiempo a la población a condiciones de franco deterioro socioeconómico y a nuevas formas de estratificación.
Por ende, la única forma de no caer en una suerte de destino ineluctable, en el que la izquierda sólo pueda gobernar los despojos del neoliberalismo o en el que ésta participe impotente de las condiciones de su propio quebranto, implica comprender a cabalidad qué significa producir una alternativa emancipadora viable y perdurable.
Por ello, siguiendo a Gramsci, pareciera necesario poner la energía en cómo modificar aquel sentido común hegemónico que tergiversa los cambios progresistas. No es suficiente con pensar la materialidad que elimina el estado de precariedad de las condiciones de vida. Es necesario reflexionar respecto de la subjetividad que viabilice la construcción de una alternativa emancipadora, que haga que las personas opten racional y emocionalmente por otros modelos de sociedad y de convivencia. Para ello debemos pensar cómo se puede unir lo que fue tan deliberadamente separado: cómo (re)construir lazos, puentes, vínculos de solidaridad, fraternidad, reconocimiento entre los miembros de sociedades históricamente desiguales. En definitiva, cómo reinstalar el deseo de querer vivir juntos, con todos los beneficios, pero también con todas las renuncias que esto conlleva, aunque intentando escapar a aquel marco interpretativo que sólo los sopesa desde el prisma individual. Para ello, se debe indagar sobre aquello que logra mantenerse incólume a pesar de las políticas (re)distributivas que se instrumenten, es decir, conocer las productividades subterráneas que han edificado esas desigualdades a lo largo del tiempo.
Pero aún más relevante que esto, es que el espacio de la compleja desigualdad señalada devela que a la izquierda no sólo le debe importar conseguir “una meta fundamental” (“unos objetivos X”) en los cambios estructurales que propone sino el proceso de cómo se llega a tal consecución. Como bien señala Lucio Oliver, los procesos de transformación social emancipadores deben ser expresión de un “proceso de construcción colectiva de una fuerza política, de un intelectual colectivo popular surgido de las luchas populares de abajo (…) y no la recurrente y agotada propuesta exclusivista de un programa y una opción de lucha por parte (…) de una fuerza desde arriba” (2017, p.32)2. Estas dinámicas suponen ampliar la base de los acuerdos con los actores progresistas superando “mutuamente las concepciones iniciales y propiciando la generación colectiva de un proyecto ideológico común” (p. 37). Tener en cuenta la dimensión histórica de lo que está en juego es clave para lograr compromisos sustantivos y acciones generosas de sus protagonistas (lo que no significa desinteresadas, ¡cómo si tal cosa existiera!). La experiencia argentina revela la importancia de haber construido un “Frente de Unidad” que ha permitido romper la grieta dentro del peronismo y fuera de este sumando otras voces y fuerzas al proyecto. Ahora bien, este Frente y esto es clave, no sólo debe ser programático y de gobierno -y por supuesto no meramente electoral- sino que debe ser expresión de una “unidad política superior” de la izquierda (p. 37). Aquí forma y fondo resultan inseparables. Se verá con el tiempo si en Argentina esto logró ser concretado.
A su vez, y tan importante como lo antes señalado, parece ser la posibilidad de fijar una hoja de ruta completamente alternativa que pueda ser una ilusión movilizadora portentosa como es el consumo para el capitalismo. Una agenda que tenga registros en diferentes ámbitos más allá de lo socio-económico, como el cultural, el ambiental, el generacional, el de las identidades, etc. Una nueva agenda y unas nuevas narrativas que definitivamente aún están por construirse entre los sectores progresistas. Sólo así podrá a empezar a quebrarse la fatalidad que parece asediar a los proyectos progresistas en nuestras latitudes.
2 Oliver, Lucio (2017). “Gramsci y la noción de catarsis histórica. Su actualidad para América Latina”. En Las Torres de Lucca, N° 11, julio-diciembre. Pp. 25-42