Fabián Darío Mosquera
El año pasado, el documentalista brasileño Joao Moreira Salles estrenó en varios países su película “En el intenso ahora”, que –como suele ocurrir en una de las tradiciones más interesantes del documental intimista- se articula a partir del hallazgo de un documento familiar a la postre embrionario para un proyecto complejo y de largo aliento: los fragmentos que su madre había registrado con una cámara de súper ocho durante un viaje a China, un par de años después del inicio de la Revolución Cultural. A propósito de esa súbita excedencia afectiva hallada en el cofre familiar, y sosteniendo todo el tiempo la apelación intimista, Moreira Salles logra, en lo posterior, un emplazamiento visual muy rico que activa esa especie de transversalidad política, cultural y geográfica inherente a 1968 en tanto experiencia. Recoge imágenes de archivo registradas por jóvenes colectivos maoístas franceses durante las protestas de mayo en París, que establecen un diálogo con imágenes mediáticas de los sucesos checoslovacos. La referencia latinoamericana no es la de Tlatelolco, que suele ser la imagen innegociable para la confección de trípticos sesenteros, sino una menos conocida: las protestas estudiantiles de Río. El documental es importante, en el contexto de esta efeméride que ahora nos incumbe, porque revisa en detalle algunas de las “postales” ya sabidas y consabidas de Mayo del 68 (así como su centralidad discursiva a la hora de pensar esa transversalidad), y propone una interpelación crítica para re-pensar otras tantas imágenes, a la luz de una retrospección más informada.
Esto último significa que, para Moreira Salles (como para nosotros), cualquier revisión crítica de la experiencia de Mayo debe venir reñida con esas lecturas arqueo-teleológicas neutralizantes, apriorísticas, en el sentido coloquial de: “esto sólo podía terminar como terminó”; “fue una revuelta pueril, idealista, para volver al mismo lugar, que no cambió nada”, etcétera. Por supuesto que resulta imprescindible subrayar los límites y aporías de un movimiento efervescente cuyos cuadros más significativos (o muchos de ellos), ya apaciguado el ánimo, encontraron en el cálculo acomodaticio formas de inserción en el andamiaje socio-cultural que con tanto denuedo imaginativo se propusieron impugnar. Pero si de lo que se trata es de avaluar las dinámicas a través de la cuales nos sentimos interpelados por una energía, por una politicidad, habremos entonces de reconocer que la complejidad de Mayo, a cincuenta años, no ha agotado toda su potencia simbólica (y de esto saben algunos filósofos franceses como Ranciere, quien ha seguido intentando re-lecturas fecundas más allá de cierta nostalgia generacional).
Hay que avanzar entonces a desbroce entre los lugares comunes que persisten en torno a este acontecimiento (dicho ahora con Alain Badiou). Entre esas postales antes referidas, se cuenta la de los estudiantes tomando una siesta mientras hablaba Sartre en algún centro universitario, cosa que en su momento se asumió como muestra de la irreverencia sintomática frente al señorío intelectual (incluso “bien intencionado”; o, diríase, aliado). Lukács afirmaba -a inicios de los sesenta- que Sartre era parte de esos filósofos tradicionales (concernidos por las indagaciones ontológicas y ciertas formas establecidas de modelización disciplinar de discurso) que, en una inflexión crítica propiciada por la post-guerra europea y las diversas controversias de la Guerra Fría, asumen un marxismo re-visitado como nuevo lugar de enunciación. Y es Sartre el que “produce” uno de los documentos referenciales de Mayo del 68 (otro es, a mi juicio, la entrevista a un marxista un tanto diferente, Marcuse, que circuló, casi azarosamente, por los mismos días): la conversación con Daniel Cohn Bendit, publicada por Le Nouvel Observateur el 20 de mayo.
Vuelta a leer (más allá de que se trata de un documento sobradamente conocido), esa conversación nos permite entonces ir poniendo en entredicho algunos de los lugares comunes que vienen adheridos, como un obstinado sedimento, a la articulación discursiva en que supuestamente se dirimen o se han dirimido las implicaciones culturales del fenómeno. Lejos de encontrar en el liderazgo del (híper-contingente) movimiento estudiantil un idealismo pueril y atildadamente voluntarista, vemos una conciencia de los límites y la “planificada (¿inevitable?) obsolescencia” revolucionaria del magma callejero que iba acoplando su morfología política. “Hoy”, dice Cohn Bendit, “en el mejor de los casos, puede esperarse la caída del gobierno. Pero no hay que soñar con hacer saltar en pedazos la sociedad burguesa”. Ninguna de las dos cosas ocurrió. Cohn Bendit, de cualquier forma, está –en la conversación- conciente de la necesidad (y la imposibilidad) de articulación simultánea entre los varios sectores de base y, por ejemplo, todas las comisiones obreras para generar un cambio verdaderamente radical. Afirmó varias veces, en tal sentido y en otras ocasiones, que las reformas que se conquistaron en el sector automotriz o el claustro universitario no hacían la revolución, pero eran imposibles sin acciones revolucionarios. Esto, que parece un juego de redundancia retórica, bien podría pensarse como el sintético bagaje expresivo en el que pueden leerse tanto los alcances como los límites de Mayo del 68. Veamos: la apelación de Cohn Bendit a que la “espontaneidad vuelva a encontrar su puesto en el movimiento social” puede leerse, ahora, muy a la luz de la filosofía política de la multitud (Hardt, Negri), y al mismo tiempo puede contrapuntearse con las ideas de quienes, precisamente, apelan a una vectorización identitaria que dé siempre dirección a la revuelta (Laclau, Mouffe…). Ambas cosas, a su vez, pueden considerarse herencias de (entre otras fuentes) el fenómeno de Mayo: la abrupta e inesperada coagulación de una carga energética inusitada en términos políticos (los movimientos tipo 15M fueron eso); y los riesgos de olvidar, arrojadamente, las consecuencias casi atávicas de la diferenciación identitaria/social; porque poco a poco, por esos días, se fueron acentuando las evidentes diferencias, por decir algo, entre ser obrero y ser estudiante (considerando además la heterogeneidad implícita en estas dos “identidades”, sobre todo la primera). Y podríamos decir que, en esa esuerte de espacio intersticial, hallamos otros lugares comunes que podríamos impugnar aquí.
Volvamos a Moreira Salles, quien lo advierte suspicazmente. Se da cuenta de que en la gran mayoría de las tomas de archivo que ha recabado, y en las que hablan los manifestantes callejeros, estos son por lo general hombres jóvenes, de cabello prolijo y afrancesada camisa aún cincuentera, por dentro. El director se concentra en las tomas en que aparecen sujetos negros o mujeres, y enfatiza el irremediable segundo plano que ocupan. Otro de los lugares comunes sobre Mayo del 68 es la idea de un empoderamiento horizontal, una sensual estetización de la política que venía compaginada con liberación sexual y, por ejemplo, genuina conciencia del co-relato colonial que apuntalaba la sociedad de bienestar francesa; y quizá algo de eso hubo, pero también mucho de señoritismo burgués, de subyacente retracción. Más radical, realmente, era en estos rubros la contraparte constituida por el movimiento californiano.
De cualquier forma, el desbroce –apenas sugerido aquí- de esas ideas asumidas de suyo en torno al acontecimiento de Mayo intenta obviamente alejarse de cualquier clausura. Y por supuesto, de cualquier aproximación cínica que reduzca el acontecimiento a una especie de exabrupto lírico, sin verdaderas resonancias (es decir, a un no- acontecimiento). Se trata, más bien, de volver sobre el terreno para detectar la iterabilidad política de esa supuesta evanescencia (de ese intenso ahora), y de no negar sus rezagos fecundos, su contribución heterodoxa. Solo un par de ejemplos: dos hechos verdaderamente transformadores a nivel universitario y social que ocurrieron un año después, el Cordobazo argentino y las manifestaciones estudiantiles alemanas, son impensables, obviamente, sin Mayo del 68. Hoy, más allá de todas las caricaturizaciones simpáticas y neutralizantes al uso, las coordenadas críticas están allí para repensar cómo –en palabras de Ranciere- este momento (este “punctum”) contribuyó a una “redistribución de lo sensible” en el imaginario político de la modernidad.