Por Andrea Ávila
Cada 8 de marzo siento que tenemos que explicar una serie de obviedades. Por suerte, cada vez, la lista se acorta. O los sinsentidos se autocensuran por disonantes. Ya no luchamos por el derecho a la educación, al trabajo, al voto. Pero seguimos disputando espacios para que la participación política sea paritaria entre varones y mujeres, para que no se dude de nuestras capacidades intelectuales, ni se crea que porque somos madres dejamos de ser profesionales competentes y -para ello- aún nos ponen a prueba y atropellan nuestros derechos a criar con dignidad. Las mujeres siempre hemos tenido que demostrar que somos capaces, incluso, hemos debido esconder o avergonzarnos de nuestra sensibilidad, no vaya a ser que eso sea una muestra indudable de nuestra ineptitud.
Y es justo por eso, porque llevamos años dando ejemplos, argumentos, datos de lo que significa ser mujer en una sociedad patriarcal donde la misoginia y el sexismo son la tónica, que hay ciertas cuestiones que se van desterrando del imaginario sobre las mujeres. Las más simplonas, por supuesto. Ya no hay dudas sobre nuestra capacidad para ejercer cualquier profesión o practicar algún deporte. Ahí se anida una reducción liberal que asume que eso ya da cuenta de los muchos derechos que hemos conquistado. Por eso, no hay nada que me genere más escozor que en el Día Internacional de la Mujer aparezcan las estampitas personales autoelogiándose por el valor de sus logros y poniéndolos en la esfera de la conquista femenina. ¿De qué vamos? ¿Acaso no vemos que en ello también hay un privilegio de clase, de raza, de origen? Incluso entre nosotras aún hay que explicar que existen mujeres que ni siquiera se permiten reflexionar sobre su ser mujer porque están encargándose de sobrevivir. ¡Y, no! ¡Que ya podamos correr maratones no es suficiente!
Los mismos que decían que nosotras no teníamos capacidad de discernimiento y, por ello, no debíamos votar, son quienes -ahora- penalizan nuestras decisiones vitales: aquellos que legislan rosario en mano y no entienden la urgencia de que el Estado nos garantice un aborto legal, seguro y gratuito. Las mujeres (ahí comienzan las explicaciones obvias) no nos hacemos legrados por recreación. Las niñas no se quedan embarazadas por decisión propia, son violadas, la mayoría de las veces por varones de su círculo cercano, los mismos que si les preguntan seguro estarán en contra del aborto. Parece que en la cabeza de algunos ser conservador actúa como un escudo que hace que el otro inmediatamente te vea como incapaz de ser un perpetrador. Pero las iglesias están repletas de ejemplos contrarios. ¿Y si más bien comenzamos a dudar de quien mucho reza?
Y aquí estamos, otro 8 de marzo, para evidenciar lo que no se nota, o no se quiere ver, o se oculta, o conviene dejar de lado. Somos las que nos encargamos de los cuidados, las que tenemos triple jornada, las que renunciamos a nuestros trabajos para quedarnos en casa, las precarizadas, las desempleadas o despedidas (casi 150 mil mujeres “dejaron” sus trabajos durante la pandemia). Somos las discriminadas, las que criamos solas, las que vivimos en pobreza, las que tenemos menos acceso a la educación, a las que violan y obligan a parir, a las que prostituyen (como si fuera algo distinto a violar), a las que matan. Y en Ecuador ya sumamos veintitrés mujeres en este año, una cada tres días, asesinada por un hombre cercano (padre o padrastro, pareja o amigo…). Es probable que el número sea mayor porque muchos casos se están reportando como suicidios.
Por todas las que faltan. Por Rosa, Elizabeth, Asunción, Emilce, Aída, F.L., Betty, Jéssica, Gissella, Maribel, Carla, Patricia, Juri, Laura, Anabel, Betsy, Luisa, María Alicia, Fátima… por ellas y las que no están desde hace años seguiremos luchando por derechos que son para todos, porque queremos dejar de ser víctimas y vivir sin miedo.