Ocurre en la ciudad de Ibarra: un hombre toma a su pareja como rehén, una joven de veinticinco años que además está embarazada, y la mantiene durante noventa minutos amenazada con un cuchillo ante la visión atónita de un grupo de pobladores y algunos policías que no atinan a tomar medidas adecuadas y que, cuando comienzan a cercarlo solamente provocan que el hombre, en su exaltación, apuñale a la joven mujer hasta provocar su muerte. En ese momento la policía consigue apresarlo y, como el asesino es de nacionalidad venezolana, la multitud se dispara, enfebrecida, a atacar a cualquier otra persona de nacionalidad venezolana que se encuentre en las inmediaciones. La indignación popular llega al punto de pretender desalojar albergues destinados a ciudadanos venezolanos, sin importar que fuera la una de la mañana, ni que muchas de esas personas fueran menores de edad o madres con niños pequeños, a quemar sus pertenencias en la calle y a pretender expulsarlos de la ciudad en medio de la noche. ¿La excusa? El asesino de la joven ibarreña es venezolano. Casi una semana antes, en medio de los preparativos de una fiesta de cumpleaños, tres hombres quiteños atacaron brutalmente a una mujer que los consideraba sus ‘amigos’, ¿alguien salió a lincharlos, a expulsarlos aunque sea del barrio, a sacar a cualquier hombre quiteño de su casa y quemar sus objetos personales en la calle? Pues… no se supo. La pregunta es simple: ¿desde qué lógica operamos los ecuatorianos? ¿Cómo funciona – si es que funciona – nuestro pensamiento y su incidencia sobre nuestras acciones? Aunque parezca aventurado, se puede decir que, por lo general, actuamos visceralmente y por impulso debido a que o no hemos desarrollado, o no contamos con unas destrezas básicas de observación de la realidad, inferencia y razonamiento, lo cual no nos permite avanzar como comunidad y nos mantiene esclavizados a los intereses de quienes detentan el poder para medrar de él.
Tal vez sea una cosa de la humanidad, pero parecería en la humanidad nacida en el Ecuador se nota más: razonamos después de reaccionar. Y a veces ni eso. A veces, nunca. Y siempre tenemos excusas, a cuál más peregrina, para justificar nuestros desaguisados. Como el hechor del horrendo femicidio es venezolano, corro a echar de mi ciudad a cualquier persona nacida en Venezuela, aunque sea mi mejor amiga o mi querido vecino. ¿Quién sabe en qué momento le saldrá lo malo que lleva en las entrañas? Nadie se para dos minutos a pensar: a ver, este señor es un caso entre muchos. ¿Qué otra noticia tengo yo de un hecho similar perpetrado por una persona de la misma nacionalidad? ¿Lo que sé es motivo suficiente para que haga lo que hago o cometa lo que cometo? ¿O hago las cosas solo porque alguien más las hace? Y esto ocurre en todas las acciones de nuestra vida: alguien roza a otra persona accidentalmente con el codo al ir por una calle transitada, y la persona supuestamente ‘agredida’ se para, manotea, insulta de modo soez y si no media un milagro de la Virgen del Quinche, se van a las manos por una nada, porque alguien rozó accidentalmente a otra persona con el codo. Pero la que roza tampoco se queda atrás: no se disculpa, qué va… ¡si no hizo nada! E igual entra en el juego de la pelea con todo gusto. Total, si él o ella rozó un brazo, pues recibió un insulto, y esto no se puede quedar así. Nadie se para dos segundos a pensar: ¿y si no me vio porque iba distraída o porque tiene mala vista? ¿cuán grave fue el daño? ¿merece la pena que tenga una disputa de diez minutos con consecuencias impredecibles el hecho de que alguien me haya rozado levemente con el codo? No. Nos vamos con todo, y con los fusibles del cerebro quemados o desconectados, para solo al cabo de un rato volver en nuestro ser y casi siempre tener mucho que lamentar.
No diferenciamos hechos de opiniones, y los opinadores lo saben. En días pasados un conocido periodista expresó su opción de voto –o de no voto– en las elecciones seccionales que se avecinan. Respetable, como toda opción. Pero, sobre todo, suya. Solo que eso no fue inocente. Y no fue inocente porque basta que la voz salga a través del altavoz de una radio o de una televisión para que se considere algo oleado y sacramentado. Nuestra educación informal nos dice que si el que habla es el presentador de un noticiero está hablando el Padre Eterno a través de sus labios. No importa si dice que el Sol gira alrededor de la Tierra. “¡Pero si salió en la tele!”, argumenta la gente con el mismo fervor con el que los cristianos evangélicos utilizan como prueba citas de la Biblia, y no hay manera de hacerles entender que eso no es una prueba. Esto es muy grave porque se une a nuestra pereza mental e intelectual, y no se indaga, no se pregunta, no se buscan datos que corroboren las afirmaciones. Se leen las primeras páginas de los periódicos y se da por sentado que se cuenta con toda la información necesaria para comprender la política nacional e internacional, los sucesos de la crónica roja y hasta los chismes de la farándula. Vivimos atragantándonos de medias verdades, sin contrastar fuentes (ni siquiera sabemos lo que será eso) y sin siquiera mirar a nuestro alrededor para ver si las fake-news que pululan por ahí serán ciertas, demostrables y comprobables.
No miramos las cosas en su contexto, y a nadie le interesa que se haga. Si observamos las noticias, veremos un mundo en donde los hechos ocurren porque sí. Nada tiene relación con nada, y todo se puede trivializar. O las cosas se relacionan de las maneras más absurdas: por ejemplo, el femicidio de Ibarra se debe a que una vez, hace diez años, Rafael Correa le dijo ‘gordita horrorosa’ a una señora. ¿Por qué? Porque sí, pues. ¡También, la pregunta! O porque se quitó la materia de cívica de la malla curricular. Ajá. Así nomás. Y nadie es capaz de impugnar esas afirmaciones desde un razonamiento lógico y claro.
Funcionamos desde el arribismo, no desde la lógica y peor desde la integridad. En lugar de observar la realidad y evaluarla desde los hechos, razonando antes de reaccionar y ejerciendo nuestras plenas facultades, preferimos ver qué piensan los otros, sobre todo aquellos que han decidido erigirse por su propia cuenta y riesgo (o los de otros más duros y siniestros, como diría Benedetti) en eso que otro periodista llamó pomposamente ‘formadores de opinión’, lo cual creo que sería de entenderse como: “hacer que las masas piensen lo que pienso yo”, o mejor aún, “lo que piensan los que me pagan”. No se trata tanto de pensar con lógica, de tener sindéresis, sino de creer lo que creen los ricos, los famosos, los próceres y los mandamases del mundo.
A los dueños del mundo les conviene mantenernos con las anteojeras puestas, entretenidos en juzgar las medias verdades, con la maravillosa maquinaria de nuestro cerebro trabajando a medio gas, repitiendo las ‘verdades’ enunciadas por los ‘formadores de opinión’ sin atrevernos a descubrir la nuestra, angustiados por la vida sexual de los famosos y defendiendo siempre ideas de otros… ¿Cuándo conseguiremos poner a trabajar nuestras ideas en pro de nosotros mismos y no de aquellos a los que les conviene la ya prolongada vacación de nuestras conexiones neuronales?