No estamos para juzgar a nadie. La gente es como es. Y lo es por algún motivo muchas veces inconfesable y oculto en su pasado personal o familiar. Cosas que aburren a los biógrafos y tampoco le competen al resto de la humanidad; sin embargo es ahí donde anidan las motivaciones para los derroteros de la vida.

No estamos para evaluar el tránsito por la vida del doctor Julio César Trujillo. Eso no es asunto más que de él. Tampoco estamos para alegrarnos porque sufrió un derrame cerebral, a la avanzada edad de ochenta y ocho años, después de formar parte y presidir el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social transitorio, donde cumplió fielmente con la misión a él encomendada: destruir toda la institucionalidad del país creada durante el gobierno anterior.

No deslegitimamos la carrera política del doctor Julio César Trujillo, que se inició en las filas del partido Conservador, el mismo que, como su nombre indica, pretendía conservar los tradicionales valores de un país nacido de la conquista española y crecido durante la colonización ídem, cercano a las ideas monárquicas y a los postulados propios del franquismo de entre los años ‘30 y ‘70 del siglo pasado, defensor de la unión entre iglesia y estado y de la estratificación social que abogaba por la caridad y los golpes de pecho como soluciones a las gravísimas crisis sociales propias de esta región del mundo, la más desigual, dicen. El mismo partido Conservador cuyos brazos armados de la prensa y de la jerarquía eclesiástica azuzaron cristianamente a la población creyente de Quito para que asesinara y linchara al presidente Eloy Alfaro, hecho de todos conocido.

Sin embargo, como avanzado el siglo XX ciertos postulados de ese sector político ya se volvían impresentables ante un mundo cambiante, en donde los valores se revertían hacia la igualdad y la solidaridad, algunos de los miembros de las filas conservadoras decidieron buscar senderos más progresistas, aunque solo lo fueran en apariencia. No se puede saber si lo hicieron porque la conciencia no resistió tanto conservadurismo o porque, vistas las circunstancias, un triunfo conservador se volvía cada vez más improbable.

Aparentemente las decisiones del doctor Trujillo, al menos en un primer momento, fueron resultado de la convicción más que del cálculo. De ahí que se granjeara la antipatía de las dictaduras de mediados del siglo XX y que incluso sufriera persecución y escarnio a causa de ello. Sin embargo, y como en muchos otros casos, sí se bamboleó entre la izquierda y la derecha en su afán de conseguir una participación en la vida política del país.

Y la tuvo. Y aún desde el lecho de la enfermedad la sigue teniendo. Pero posiblemente no fue lo que anhelaba. A pesar de haber sido elegido legislador, de ostentar el honroso cargo de primer Defensor del Pueblo, de haber sido un reputado abogado laboral, quizá siempre echó en falta algo más en esa carrera vocacional.

Cuenta la Wikipedia que vino a Quito de su Ibarra natal con la ilusión de ser piloto, pero que torció sus pasos hacia la rama del Derecho, en donde nadie puede negar que destacó ampliamente. Sin embargo, todo fue a ras del suelo y no en las alturas, en donde originalmente eligió estar. Cuando se candidatizó a la primera magistratura del país, quedó séptimo entre nueve con un 4,7% de los votos, otra vez a ras del suelo y no en las alturas de Carondelet, donde para colmo llegó Febres Cordero, conservador pragmático que no se andaba con medias tintas en el momento de desaparecer adversarios (algo que quizá tomó en cuenta Trujillo para sus recientes actuaciones).

Como todos los miembros de la controversial clase política tradicional del Ecuador, es posible que se sintiera ofendido por los calificativos y por ciertas acciones con las cuales el presidente Correa quiso neutralizar a ese variopinto grupo de funcionarios y candidatos a todo lo posible, en donde campeaba cualquier cosa menos el interés por el bien común, y es posible que esos sentimientos se hayan ido convirtiendo en el odio que quienes perdieron el control del país y sus recursos durante el mandato de Correa incubaron y cebaron parsimoniosamente durante diez años. No lo sabemos. No nos es dado mirar en el corazón de las personas.

Sin embargo, desde aquella inicial frustración de no poder volar, es posible que su vida política no haya sido lo que él soñó, lo que buscó o pretendió. Dicen que el nombre de las personas puede marcar un destino. Y ese destino le llegó cuando a partir de algunas trafasías de todos conocidas, Lenín Moreno lo nombró miembro primero, y luego fue elegido presidente del CPCCS-T, con poderes de hacer y deshacer no a su antojo, sino al del libreto de las fuerzas que lo pusieron ahí. Su corazón, quizá resentido por las derrotas, las exclusiones y hasta los apodos, estaba listo para aupar la misión a él encomendada. Era Julio César, no necesariamente Trujillo, sino su Santo Patrono, el Emperador, aunque sea de un pequeño país en donde las élites de todo tipo, unidas a sus medios de comunicación, venían con hambre atrasada a recuperar mediante la traición y el engaño lo poco que habían perdido porque a algún atarantado se le ocurrió trabajar por el bien común y no a su servicio. Por fin era el piloto del avión de lo que ellos llaman ‘Patria’. O al menos eso creía el pobre doctor Trujillo, porque lo que en realidad ocurría era que estaba siendo utilizado, y con su anuencia.

En sus intervenciones públicas lo vimos exaltarse, temblar, levantar su siempre vacilante voz de persona adulta mayor para amenazar y vilipendiar a quienes se puso de moda hacerlo para quedar bien con las aristocracias locales. Durante un breve tiempo fue la estrella de los medios que, como a otros tantos, antes lo habían ignorado o no le habían dado la importancia que anhelaba. Mandó, o creyó que mandaba, que era lo que quería. Ofendió, quizá para sacarse algunos clavos. Destituyó y nombró según el manual de instrucciones al uso. No advirtió que había sido escogido no tanto por sus méritos como por sus falencias: sus frustraciones, sus resentimientos, su hostilidad hacia un pueblo que nunca optó por él voluntariamente, y también por su edad, que nunca es afrenta, pero que puede resultar una característica muy ventajosa en el momento de hacerle creer que se respetaban sus canas, cuando en realidad ellas solamente lo hacían más obsecuente, más manipulable y sobre todo más perecible que otros.

Ahora, en un malabar lógico de la peor calaña, se pretende echarle la culpa al presidente Correa de su problema de salud, y no debería sorprendernos: Correa seguramente también tiene la culpa del calentamiento global, el holocausto nazi y la extinción de los dinosaurios. Quienes esgrimen este argumento pretenden ignorar su avanzada edad, su temperamento, las largas y extenuantes jornadas de trabajo a las que lo sometieron los mismos que lo eligieron, la innecesaria exposición al rechazo popular, y la manipulación de aquellos sentimientos negativos, también legítimos de acuerdo a cada experiencia vital, pero que siempre terminan taponando venas y reventando arterias si es que no se los conduce por la senda más adecuada para sanar.

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