Por Romel Jurado Vargas

En promedio, la Contraloría General del Estado ha establecido glosas por 1029 millones de dólares por año entre 2017-2021. Esto equivale, también en promedio, a un poco más del 10% de la inversión pública que realizó el Estado en ese mismo período. Sin embargo, en 2020 se establecieron glosas por 498 millones, esto es, menos del 50% que el promedio del período 2017-2020;y, menos de un tercio de los 1595 millones que la Contraloría estableció en glosas en 2019. 

Estas cifras son, por una parte, una ratificación estadística de ese secreto a voces que nos habla de que la corrupción se lleva el 10% del presupuesto de cada contrato que realiza el Estado con el sector privado; y, también, nos dice que en 2020 la Contraloría ha sufrido un vertiginoso descenso en el establecimiento de glosas, es decir, en la posibilidad de detectar y señalar perjuicios para el Estado realizados por negligencia o violación de la ley en la asignación de recursos públicos.

Mucho nos gustaría creer que los anuncios públicos y privados para luchar contra la corrupción se han vuelto efectivos y, fruto de ello, la Contraloría ha determinado menos perjuicios para el Estado. Pero, al parecer, lo que realmente ha sucedido es que esta institución y todas las que forman parte de la Función de Transparencia y Control Social, sufren desde 2017 un sistemático deterioro en sus capacidades institucionales para detectar y procesar actos de corrupción. Deterioro que se concreta principalmente en el despido de personal especializado en la lucha contra la corrupción; la falta de acceso a tecnología;la falta de acceso a al información pública y privada para investigar actos de corrupción; y, la reducción agresiva del presupuesto de las instituciones que conforman dicha Función del Estado.

En efecto, el presupuesto asignado para todas las instituciones de la Función de Transparencia y Control Social en 2017 fue 222.6 millones de dólares y en 2021 es apenas de 167.8 millones(el 0,52% del presupuesto del Estado), lo que equivale a una disminución de 25% de recursos financieros que recibía esa Función del Estado. 

Esta disminución, es especialmente dura en el caso del órgano constitucional especializado en la lucha contra la corrupción, el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, que entre 2017 y 2021 ha visto reducida su asignación presupuestaria en 37,4%, así como su personal especializado en un 33%.

Estas cifras demuestran que, a pesar de los discursos del Ejecutivo durante estos 4 años para señalar su inquebrantable decisión de luchar contra la corrupción, lo cierto es que el propio Ejecutivo, a través del Ministerio de Finanzas y del Ministerio de Trabajo, continuamente debilita las capacidades institucionales de la Función de Transparencia y Control Social para detectar, investigar y sancionar los actos de corrupción, así como para recuperar los activos mal habidos que se colocan dentro del país o en los famosos paraísos fiscales.

La situación empeora muchísimo si a las corruptelas en el gasto público se suma la corrupción del sector privado, la cual se expresa principalmente en la evasión tributaria que, según cifras de la CEPAL, llega a ser de 7600 millones de dólares por año,así como en la falta de personal que sufre el SRI para realizar adecuadamente la recaudación de impuestos, pues, según la Directora de esta Institución, la Dra. Marisol Andrade, hay undéficit de, al menos, 1000 funcionarios para controlar el cobro de tributos.

Si se suman los 1028 millones en glosas, que en promedio establece cada año la Contraloría General del Estado y los 7600 millones que el SRI no logra recaudar, tenemos que la corrupción en el Ecuador implica un perjuicio para el Estado de, al menos, 8628 millones de dólares por año, esto es casi el doble de los 4812 millones que el gobierno nacional estableció como déficit fiscal para 2021, y más del doble de la recaudación total del SRI en 2020, que fue de apenas 4406 millones de dólares.

Finalmente, el señor Presidente de la República presentará, el 9 de diciembre de 2021, los Lineamientos de su Política Pública Anticorrupción, según los cuales, en lo principal, será el Ejecutivo quien se controle a sí mismo y no se fortalecerán las capacidades de las instituciones especializadas en luchar contra la corrupción, ni se les proporcionará los recursos, ni el personal ni la tecnología que les hace falta para cumplir con su misión constitucional de detectar, investigar y procesar los actos de corrupción, así como recuperar los activos mal habidos.

Frente a este tortuoso escenario cabe preguntarse ¿Realmente queremos luchar contra la corrupción?

Por Editor