Pedro Páez Pérez

Los últimos datos de la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (ENEMDU) publicados por el INEC para junio de 2018 muestran un severo deterioro de las condiciones sociales en el país que debería convocar a inmediatas rectificaciones en las políticas gubernamentales. A nivel nacional, el número de personas por debajo de la línea de pobreza (cuyo ingreso familiar per cápita mensual, a la fecha, estuvo por debajo de los $84.72) aumentó al 24.5% y el de aquellas por debajo de la de la pobreza extrema o indigencia (con ingresos por debajo de los $47.74) aumentó al 9%; y todavía no se siente el grueso del ajuste fiscal, con despidos de decenas de miles de empleados públicos, recortes en contratos, gasto e inversión, y privatizaciones, ofrecido por las autoridades y alabado por los medios de comunicación.

En la serie publicada no se registran elevaciones precedentes tan drásticas en períodos similares. Las cifras implicarían que alrededor de 504 mil personas adicionales pasaron a la condición de pobreza (luego de que había tomado 10 años previos para que hayan salido de pobreza unos 1.7 millones de habitantes, es decir, que se revierte más del 30% de la mejora social, conforme la misma serie) y, de ellas, unas 185 mil más a la de pobreza extrema en solo el primer semestre de este año. Resulta aún más lacerante la evidencia porque se lleva ya un año de recuperación del PIB, aumento sostenido de los precios del petróleo, y porque acaba de aprobarse una Ley Trole 3 en la Asamblea Nacional, a pedido del Ejecutivo, con la que se favorece con miles de millones de dólares a los grandes conglomerados oligopólicos nacionales y extranjeros, incluyendo a empresas con sonados casos de corrupción como Odebrecht.

Exclusivamente en Quito, por ejemplo, habrían ahora cerca de 148 mil personas adicionales contadas como pobres respecto a las última Navidad, al aumentar la incidencia en un 75.3%. En Guayaquil ese aumento es del 46.9%.

La erosión social es aún mayor y más violenta entre los más desfavorecidos, con una duplicación de la incidencia de la pobreza extrema en Quito y, peor aún, un aumento del 123% en Guayaquil, lo que arrojaría ahora un total de alrededor de 124 mil personas viviendo en indigencia en la Capital (4.6% de la población) y 77 mil en el Puerto Principal (2.9% de la población). Es sintomático ver con tristeza la creciente presencia de mendigos en las calles.

En el área rural la pobreza afectó a un 43% de la población y la pobreza extrema se ha estancado en un 18.1%, con un peso sobredimensionado de poblaciones indígenas, montubias y afro.

Varias estadísticas y con distintas metodologías, reflejan años de un mejoramiento consistente de las condiciones sociales. Podríamos concentrarnos solo en la publicación del INEC reciente para simplificar, en lo posible, un fenómeno tan complejo. Con fluctuaciones, desde diciembre de 2007 hasta diciembre de 2017, las cifras de ENEMDU a nivel nacional muestran que hay una disminución de 36.7% a 21.5% en la incidencia de la pobreza y de 16.5% hasta 7.9% en la de la pobreza extrema, antes de que se revierta la tendencia en el último semestre.

Reforzando esta evidencia de cambio sistemático, el índice de brecha (la diferencia entre el ingreso promedio de los pobres y la línea de pobreza) que había venido bajando del 15.3% al 8% en esos 10 años, ya salta al 8.8% en junio; y el de severidad de la pobreza que bajó de 8% a 4.2% en ese lapso, empeora en este semestre casi un 10%, llegando al 4.6%. En correspondencia, el índice de Gini empeora también en estos 6 meses de 0.459 a 0.472, luego de haber mejorado en estos 10 años, también con fluctuaciones, desde 0.551 en diciembre de 2007. La desigualdad urbana se agrava de 0.435 a 0.452 y la rural se de 0.463 a 0.468. Esta batería de indicadores permite inferir un quiebre estructural reciente respecto a un desempeño socioeconómico de al menos una década previa. Y los efectos del cambio son espantosos.

Lastimosamente, tanto los tomadores de decisiones de política pública como los medios de comunicación están empeñados en un retorno a la ortodoxia de un pasado que significó estancamiento, polarización social, incertidumbre e insostenibilidad. Los impactos iniciales del cambio del modo de regulación que se ha experimentado en el último año marcan ya un horizonte, pero creo fundamental poner atención en la evidencia de nuevos y muy peligrosos procesos que se están desencadenando, algunos de ellos desde antes del cambio de gobierno.

Las obligaciones contractuales, escritas o no, de la mayoría de los ecuatorianos están señaladas en precios nominales y el hecho de que los ingresos caigan, hecho que se vería por demás agravado en el caso de aumento de los combustibles, pone en serios aprietos no solo al desempeño económico y social, sino a la supervivencia misma de las actividades económicas de millones de ecuatorianos. La imposibilidad de pagar las cuentas y endeudarse para pagar compromisos adquiridos empieza a tomar vida propia en la red de conexiones. Contagio y externalidades negativas definen una expansión depresiva en el ambiente de negocios, sobre todo entre los segmentos más vulnerables, como los de las familias trabajadoras y de la economía popular.

La auto emboscada que está llevando a una crisis fiscal innecesaria y a una espiral de endeudamiento insostenible (y convergente con una agenda continental de perspectivas geopolíticas siniestras) coincide con esta restricción de liquidez que está asfixiando a la ciudadanía y a las actividades económicas, y que expande las presiones deflacionistas latentes en el esquema de dolarización. Solo una política de estímulo de la liquidez basada en las iniciativas financieras populares, el crédito estatal de fomento y el dinero electrónico; y, de la demanda, priorizando la inversión productiva y social para profundizar la distribución del ingreso puede prevenir una deriva catastrófica para el país.

Es indispensable evitar que esa reversión continúe y para ello deben implementarse de inmediato políticas coherentes que consoliden y profundicen la construcción de un régimen de acumulación orientado al crecimiento del mercado interno, la redistribución del ingreso y la mejora de las capacidades productivas del Ecuador, bajo la lógica del capital o no. 

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