Emilio Uzcátegui
“¿Quién jodió al país?” este era el cuestionamiento fundacional de Ruptura de los 25, agrupación que, al menos en sus orígenes, criticaba lo que hasta ese entonces había sido la lógica política imperante en el Ecuador: reparto para suplir la ilegitimidad de gobernantes interinos, débil institucionalidad y el imperio de la ley como principio subjetivo al servicio del poder económico y político.
Es que no podía ser de otra manera… veníamos de una larga historia de gobiernos neoliberales en los que grupos económicos de la costa y sierra, agroindustriales y financieros principalmente, ponían y quitaban autoridades a su antojo. La protesta social se desarticulaba con represión en épocas socialcristianas, o con clientelismo en los tiempos de Borja y Lucio; pero para los grandes grupos económicos la fiesta continuaba con uno u otro.
En este contexto nació Ruptura de los 25; un grupo de jóvenes educados, ciertamente de “buena cuna”, que sostenían que el caos que enfrentaba el país era atribuible a las prácticas políticas de nuestros gobernantes. Su discurso institucionalista y legalista encontró a su perfecto detractor, Lucio Gutiérrez, quien después de destituir a la Corte Suprema de Justicia y nombrar a la famosa Pichi Corte pasó a ser su blanco principal. Fue así que los entonces jóvenes de Ruptura llegaron a tener un papel protagónico, junto a otras organizaciones sociales, en la revuelta de los forajidos, la cual terminó con la caída (política y literal) de Gutiérrez.
Durante el posterior gobierno de Palacio, los rupturas pasaron a segundo plano, hasta las elecciones de 2006 cuando mediante un “Acuerdo Democrático” decidieron apoyar a Rafael Correa. Por apoyo me refiero a generar opinión positiva en torno a su proyecto, no a generar movilización social, algo que desde entonces se ha mostrado como un reto imposible para este grupo.
El acuerdo, que permitiría a varios rupturas llegar a ser Asambleístas Constituyentes bajo el paraguas electoral de Rafael Correa, se fundamentaba en el rechazo a las prácticas patrimonialistas y demagógicas de Álvaro Noboa, quien se encontraba en la contienda presidencial contra Correa. Mencionan en este mismo acuerdo que Noboa era incapaz de diferenciar sus intereses privados del bien común y que eso lo convertía en un riesgo para el país. Los rupturas de aquel entonces entendían bien lo peligroso que era permitir que el poder político sea cooptado por intereses empresariales.
Lo cuidado y pulido de su discurso parecía sugerir que el sólo respeto irrestricto al Estado de derecho acabaría con la pobreza, la desigualdad y todos los males del Ecuador… una solución jurídica, e ingenua, para un problema económico y estructural. Lo escrupuloso de este discurso fue justamente lo que les permitió desmarcarse del “malvado correísmo” y disputar en 2012 las elecciones presidenciales contra Correa, obteniendo aproximadamente el 1% de la votación.
En la actualidad, su probada incapacidad para traducir su visión institucionalista en votos los ha obligado a recurrir a las prácticas que tanto condenaron en sus orígenes para llegar a gobernar. Vemos a una María Paula Romo venida de académica a operadora política socialcristiana, aupando presurosa a un Vicepresidente elegido por sectores empresariales guayaquileños, por el que ningún ecuatoriano votó; vemos a Juan Sebastián Roldán, venido de joven idealista a conspirador taurino en contra de la voluntad popular expresada en la consulta de 2011. Todo esto en una escenario de interinazgo y transitoriedad muy similar al que motivó el nacimiento de Ruptura, todo esto contrario a la visión institucionalista que inicialmente motivó la participación política de Romo y Roldán.
Entonces, ¿qué mismo fue o es Ruptura? Es que a pesar de que se autodenominan “de izquierda moderna y contemporánea”, su discurso carece de cualquier postulado teórico propio de alguna izquierda, quizá adopta a conveniencia ciertos tintes de socialdemocracia europea, a lo mucho. Poco se escucha sobre redistribución, organización popular y justicia social; el discurso de ruptura se queda entre “la culpa es de Correa” y el cuidado de no cruzar esa delgada línea puesta por los medios de comunicación, esa que distingue a los “idealistas” de los “resentidos sociales”.
Ruptura se ha convertido en aquella persona apolítica que seguramente todos conocemos, esa que “no es de izquierda ni de derecha”, aquel sujeto que resiente la ideología, ignorando que bajo la hegemonía que ejerce el poder económico, su rencor antipopulista lo vuelve solo una pieza más del andamiaje dominante. Que se hace el ciego e ignora que cuando el aparataje estatal está tomado por el poder económico, la ley se convierte simplemente en el lenguaje en el que habla el capital. Es esa persona que se considera consumidor antes que ciudadano, que no siente necesidad de cuestionar los fines de la política mientras pueda consumir con la mayor libertad posible, esa que cree que sus intereses personales priman sobre el bien común, esa que los rupturas solían criticar.
Estoy seguro de que si hoy en día un grupo de jóvenes idealistas hacen una exposición fotográfica llamada “¿Quién jodió al país?”, veríamos las fotos de María Paula Romo entrando a la Asamblea con Otto Sonnenholzner, las fotos de Juan Sebastián Roldán y Lenín Moreno en los toros junto a Abelardo Pachano y Fidel Egas. Eso sí, a estos hipotéticos rupturas millennials les tocaría eliminar de su álbum institucional las fotos puestas por sus fundadores, esas que responsabilizan de la joda del país a Jaime Nebot y León Febres Cordero, porque al parecer el socialcristianismo no jodió a nadie. Claro que por prudencia también deberían darse a la tarea de sacar las fotos de Arturo Jarrín y la familia Restrepo, quién sabe si la verdad histórica puede llegar a ofender y a fragmentar su flamante bloque de gobierno.