El intento por elaborar un registro de las fases febriles del gobierno del presidente Lenín Moreno, que se posesionó en mayo de 2017 bajo el alero de Alianza País, nos obligaría antes a respondernos un par de preguntas: ¿cómo -y cuándo- comenzó semejante atropello a la vergüenza, los principios y a la lealtad a un programa que el pueblo decidió apoyar en las urnas? Y, ¿cómo se originó ese frenesí furioso, desconcertante y deliberado, cuyo único fin parece que apunta a destruir los avances que el país logró los diez años anteriores? Formularse estas preguntas significa preguntarse cuáles fueron las posibilidades reales -políticas y estratégicas- que empleó el poder hegemónico para consumar esos objetivos, a través de la figura amarga, aunque inatacable en ese momento de Moreno.

Parte de la explicación estaría en el ofrecimiento demagógico de una pronta ‘recuperación de la democracia’, que había sido escarnecida por el gobierno anterior, y el combate irrestricto a la corrupción en todos los niveles y formas. La exaltación social que alcanzó el paroxismo gubernamental con la consulta popular, legitimó las voces oscuras y rastreras que se encargaron de señalar a los culpables directos. De aquí parte la doctrina oficial de las buenas intenciones y la convocatoria a un diálogo abierto y sin restricciones con todos los sectores.

El cuadro de la apoteosis morenista se completa con el llamado a los gentilhombres y notables de la política nacional, las últimas vanguardias del pensamiento derechista como Julio César Trujillo, que ahora se presenta como el ángel de la luz de la democracia y la institucionalidad. Pero el constitucionalismo de Trujillo, al frente del Consejo de Participación Ciudadana Transitorio, es casi desde el principio la mayor reculada que el Ecuador ha experimentado desde la recuperación de la democracia en 1978.

Trujillo es el ‘pastor de moda’ del oficialismo. Este político, gratificado con un sobrenombre singular, casi ofensivo y repleto de ambigüedad que se le atribuye a Carlos Julio Arosemena, se deja ver en público los fines de semana para saludar con la gente y recibir con una sonrisa estancada los pocos elogios y reconocimientos por su trabajo. Es el jefe agradecido de la oposición a Rafael Correa a quien insulta y ultraja en sus intervenciones como esnobismos histéricos de quien ya no tiene nada que perder en la política y en la vida, porque lo ha logrado todo.

No solo que ahora el país ha retrocedido más de veinte años, desde al ascenso al poder de Moreno, sino que además, en términos de comportamiento y de valores, han reaparecido aquellos usos que la soberanía y la democracia habían desterrado de la política, como el servilismo, que desde la perspectiva sociológica es la peor manera del acomodo.  

Porque se ha puesto de moda el servicial pavoneo de ciertas autoridades y diplomáticos extranjeros: por ejemplo, el máximo representante de los Estados Unidos en nuestro país, Todd Chapman, que premunido de un frondoso sombrero de paja toquilla y ala ancha, tan pronto toma café en la terraza de un conocido establecimiento ubicado cerca de la Casa de la Cultura, como se pone la camiseta del club Barcelona y asiste a la noche amarilla en Guayaquil; y días más tarde hace lo mismo en la Noche Blanca de Liga Deportiva Universitaria en Quito.

Al embajador Chapman se le rinde pleitesía, se le consulta, se le conceden citas sin previo aviso y obliga a la presidenta de la Asamblea Nacional a abandonar una sesión del pleno para atender al diplomático en una oficina privada. Los medios de comunicación se disputan sus comentarios sobre política nacional que son plenamente destacados en grandes titulares. Destinado a convertirse en el maestro hechicero de la democracia ecuatoriana, Chapman es el reformador, profeta, regente y dueño de la situación. Continúa impertérrito, predicando la doctrina imperial que el Ecuador deberá cumplir y aplicar sin miramientos. Es el disciplinamiento, la obediencia y la servidumbre al poder exterior y bajo ese esquema entreguista, el gobierno de Moreno y sus serviles funcionarios, se apresuran a reconocer al autoproclamado Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela y la Cancillería acaba de conceder el beneplácito oficial a su nuevo ‘embajador’.

El filósofo alemán Kant destacaba en su libro Metafísica de la moral, que el servilismo es el claro indicador de la devaluación del ser humano. Ser servil, decía Kant, ‘implica una actitud deferente hacia otros, producida por la ignorancia, la incomprensión, o la devaluación de sí mismo, reconociendo en el otro una condición de superior absoluto’. En concordancia con la psicología, el servilismo está más cerca de la patología cuando el comportamiento del individuo se ve condicionado por el renunciamiento a los principios de integridad y la sumisión al poderoso de quien pretende aprovecharse para satisfacer sus ambiciones.

La obediencia sumisa expresa lo que Marx dijo y repudió en su momento: ‘la personalidad típica de quien asume deliberada y gozosamente su destino de criado, de siervo, de rastrero que se humilla y se arrastra ante el poder, que carece de autoestima, orgullo y dignidad’. El gobierno de Moreno, solo para sostenerse en el poder, lo que intenta es una vuelta al pasado y por eso ahora alienta las posturas indignas contra la autodeterminación, el anti imperialismo y la lucha de los pueblos latinoamericanos por la paz. Y todo eso, porque piensa que el amo del norte sabrá sostener indefinidamente los propósitos intervencionistas e injerencistas para poner término a las luchas históricas y democráticas en la región.

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