Por Andrea Ávila
Desde hace dos semanas –como dice la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, en su libro Estado de sitio– “tengo un dolor aquí, del lado de la patria”. A veces, esa entelequia que existe más por azar del vínculo afectivo que por derecho de nacimiento, duele de maneras profundas.
Después de la primera vuelta electoral una serie de hechos políticos y sociales se han convertido en una herida. No solo es la indignación que producen (a muchos, no solo a mí) la facilidad con la que se olvida la Ley electoral para llegar a un acuerdo de privados, como si la democracia fuese ponerse de acuerdo entre dos grupos políticos y olvidarse del marco jurídico, de los otros actores, partidos y movimientos. Tuvieron que pasar días para que se dieran cuenta del error sin –por supuesto- reconocerlo. A semana seguida fuimos testigos de cómo la Contraloría y la Fiscalía quisieron intervenir en el sistema informático del Consejo Nacional Electoral en una clara demostración de injerencia de funciones. Los consejeros se reunieron de urgencia y proclamaron resultados para que el inicio de la campaña de la segunda vuelta electoral se convierta en una realidad.
Mientras tanto, lo social se hacía eco de la confrontación política de las peores maneras. Un derroche de racismo y clasismo recorrió las plazas públicas y virtuales. Escuchar a Juan Carlos Monedero hablar de “indígenas reales” fue bochornoso para quienes tenemos el corazón a la izquierda, para quienes hemos defendido los derechos de justicia e igualdad para todos, y no como privilegio de unos cuantos. ¿Qué nos distingue, entonces, de quienes no entienden nada de la historia ni de las luchas sociales, de aquellos que piensan que el socialismo es igual a pobreza, o que un indígena tiene que tener ciertas características, comportamientos y acceso a bienes de consumo? En octubre de 2019 ya hubo quienes circularon, con mofa y rechazo, las fotos del presidente de la CONAIE, Jaime Vargas, en una avioneta. Hubo que explicar que el aire es la única vía de acceso a ciertas comunidades amazónicas. ¡¿Es que los indios no pueden subirse a un avión?! Parece que para algunos no, y para otros tienen que cumplir con el fenotipo y el ropaje (ese que fue impuesto en la hacienda colonial). ¿Qué puede distinguirnos en este festival de estereotipos racistas que circularon después del 7F? Sí, eso, la capacidad de reconocer el error. Pero no pasó. Parece que pedir disculpas ya no se estila. El silencio, el esperar que los hechos queden en el olvido, que nadie los recuerde, se ha convertido en la norma de acción en esta sociedad patriarcal que demuestra su brutal inmadurez, su egolatría e irresponsabilidad. ¡Cómo no va a doler la patria (y el alma) si los que uno cree de pensamiento afín se comportan de maneras que hemos luchado años por erradicar!
Y, mientras tanto, aquellos que han convertido a esta administración en el peor gobierno de la historia se despreocupan -una vez más- de la emergencia sanitaria, vacunan a sus familiares, ocultan información y prefieren felicitar al ganador de un reality show o enviar mensajes cursis a sus esposas (el romanticismo folclórico del señor Lenín Moreno es lo que menos le importa al país). A esta hora, además, cincuenta personas han muerto en las cárceles ecuatorianas a causa de motines simultáneos entres centros de detención. ¡Cómo no va a doler!
Por todo esto, la campaña que inicia no nos puede regresar a los patios de secundaria donde los epítetos y burlas eran la tónica de los adolescentes que se querían sentir superiores. Urge el respeto al rival, no menospreciarlo, tomarlo en serio incluso en sus artimañas y bajezas, para parar los golpes a traición, y demostrar con altura de loque estamos hechos: de propuestas, de criterios técnicos, de soluciones viables a la crisis, de preocupación por el porvenir, de diálogo, de dignidad. Son necesarios los acuerdos, aprender a escuchar, no descuidar ningún espacio, sector, actor ni idea para caminar hacia una sociedad más equilibrada e inclusiva, para llegar a un momento en el cual la patria comience a doler menos.