Aunque nos cueste creerlo debido a la participación de reconocidos académicos y de políticos autoidentificados con la izquierda en los organismos rectores (el CES y el CACES), los relojes cuánticos también atrasan en lo que respecta a las políticas de educación superior. Si bien era evidente que las universidades ecuatorianas no iban a quedar a salvo del tsunami neoliberal, las organizaciones de docentes y estudiantes -tan activas y reactivas durante la década pasada- guardan un cómodo silencio frente a la sanción de normas que, más allá de la retórica edulcorada a la que nos tiene acostumbrados este gobierno, abren la puerta al vaciamiento de la universidad pública, a la precarización del trabajo de los profesores universitarios y al progresivo deterioro de la calidad de la educación en el tercer y cuarto nivel.  

Los unos y los otros

El pasado 27 de febrero, al cabo de una agonía de más de seis meses, murió el denominado Sistema de Educación Superior, tal como lo concibe el artículo 352 de nuestra Constitución. A partir la aprobación del nuevo Reglamento de Carrera y Escalafón del Personal Académico, las universidades privadas se encuentran en una especie de limbo legal porque la normativa rige únicamente para las públicas. Por el momento -y quién sabe hasta cuándo, considerando la gran capacidad de lobby de sus rectores- las universidades particulares o “autofinanciadas”, como prefieren llamarse a sí mismas, no están obligadas a incorporar profesores mediante concurso público, no deben respetar ninguna escala remunerativa, no tienen la obligación de evitar el nepotismo en sus contrataciones y podrían establecer un régimen de dedicación propio para sus docentes y autoridades.

El país tiene una larga experiencia con universidades privadas –no todas de élite, porque en el pasado también se hacían buenos negocios entregando títulos universitarios a sectores medios y bajos- en las que el trabajo precario era parte del paisaje, en las que las cátedras se repartían a dedo y en las que no se investigaba, se publicaba ni se realizaban actividades de vinculación con la sociedad. Al cabo de todo lo avanzado -más allá de las justas y necesarias críticas que puedan formularse- en temas como el fortalecimiento del sistema de educación superior a nivel nacional, la adopción de procedimientos meritocráticos para el acceso a la cátedra, la obligatoriedad, en todas las universidades, de implementar políticas para la inclusión y la retención de estudiantes pertenecientes a sectores históricamente excluidos, el mismo Estado borra las huellas del camino andado. Este parece ser el signo de los tiempos que corren para el Ecuador.  

Resulta sorprendente, por ejemplo, que el Secretario (e) de la Senescyt diga en su cuenta de twitter que “Por unanimidad, con los aportes de profesores, gremios, autoridades universitarias se aprobó en el @ces para enviar al ministerio de Finanzas, el Reglamento de Escalafón Universitario” (https://twitter.com/xadrianbonilla/status/1100829140503183361), cuando se sabe que, como ya es un hábito del gobierno actual, los espacios para el diálogo y el “aporte” –que, hay que decirlo, se abrieron a partir del impacto mediático de ciertas acciones y voces disidentes- fueron simples saludos a la bandera.  La pregunta que conviene hacerse es por qué guardan silencio los integrantes de la Asamblea Universitaria que trabajan en universidades públicas, dado que en su reunión del 22 de febrero en Cuenca, acordaron que no se acepte que las privadas queden excluidas. Teniendo en cuenta que la Asamblea está integrada por las más altas autoridades universitarias, ¿tendrá algo que ver el hecho de que, en el reglamento, se hayan establecido nuevos rangos máximos para la remuneración de rectores, vicerrectores y decanos?

Por otra parte, y en honor a la verdad, es preciso reconocer que en la última reforma de la Ley Orgánica de Educación Superior, tan celebrada por el anterior Secretario de la Senescyt, ya se había introducido el régimen diferenciado para universidades públicas y privadas en el artículo 70. Ahora, si la intención era regular “considerando la diversidad del sistema de educación superior”, como exigieron los rectores en una airada comunicación dirigida el 25 de febrero a la presidenta del CES, lo lógico hubiese sido que los dos reglamentos se discutan y se aprueben simultáneamente. Por ello, pensando mal, podemos suponer que lo más conveniente para ambas partes, el gobierno nacional y las universidades “autofinanciadas”, es dejar las cosas como están al día de hoy para que la mano virtuosa del mercado se encargue de lo que el Estado dejará de controlar. Es evidente que el beneficio será doble para ciertos rectores de universidades privadas que, por sus vínculos familiares y conyugales, han llegado al mejor de los mundos y pueden recibir beneficios por ambos lados del mostrador.

En este marco, se entiende mejor el apoyo proporcionado por prominentes rectores de universidades privadas de élite a la reforma de la LOES. Ellos, que siempre desdeñaron a la Asamblea Universitaria como espacio deliberativo, pero tuvieron asistencia perfecta a los debates de la comisión de educación superior de la Asamblea y se paseaban como en casa propia por los pasillos, fueron invitados de honor cuando esta reforma fue aprobada. No lograron que se eliminara la exigencia del doctorado de cuarto nivel para acceder a la dignidad de rector, pero las ganancias actuales han superado ampliamente esa mínima derrota.

Lo que cambió y lo que quedó

Si bien, hasta el momento, no se conoce la escala de remuneraciones que regirá para los profesores de las universidades públicas, no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que el Ministerio de Finanzas dará su acuerdo en tanto y en cuanto las mismas hayan sido ajustadas a la baja.

Algunas autoridades del CACES han manifestado públicamente que el Estado estaban “gastando demasiado” en los sueldos de los profesores. En ese sentido, se han introducido en el reglamento algunas innovaciones interesantes. De ahora en más, aún si un docente tiene los méritos suficientes para acceder a una a categoría superior, está obligado a esperar entre tres y cuatro años antes de poder solicitar una promoción. De este modo un profesor joven, que empieza su trayecto en la categoría más baja del escalafón, ¡podría tardar nada menos que 26 años en alcanzar la categoría máxima!

Adicionalmente, quien gana un concurso para ingresar a una universidad siempre será ubicado en el nivel más bajo de la categoría que le corresponda según sus méritos. Demás está decir que estas disposiciones, de corte netamente fiscalista, afectan a jóvenes preparados y con enorme potencial -como los ex becarios Senescyt, en los que el país ha invertido tanto- y también a las universidades públicas, que tendrán enormes dificultades para construir el recambio de su actual planta docente. Se está configurando un escenario en el cual las universidades públicas perderán a sus mejores elementos que, con todo derecho, van a buscar condiciones más beneficiosas en las instituciones privadas “desreguladas”.  

Como si esto fuera poco, el reglamento promueve la precarización del trabajo docente por dos vías, a partir de la creación de la categoría de profesor “no titular”. Primero, deja fuera del escalafón a los profesores ocasionales e invitados. Es decir, impide que aquellos docentes contratados por un plazo determinado y que realizan actividades regulares puedan ser categorizados en la medida de sus méritos y antecedentes. En segundo lugar, para los invitados, establece la modalidad de contrato civil, sin relación de dependencia. Para la categoría de ocasional, en cambio, se exige un contrato (precario y fuera del escalafón) en relación de dependencia, con una duración máxima de siete años, que puede aumentarse a nueve si el docente tiene título de doctor o está cursando un programa doctoral.

El panorama no puede ser más desalentador pero nada han dicho al respecto las organizaciones gremiales. Tampoco hemos escuchado ninguna objeción de sus dirigentes jóvenes, que serán los más afectados por la nueva norma. Este apoyo tácito de sectores otrora muy movilizados se ha extendido, además, a ciertas políticas del gobierno anterior que, pese a haber sido muy criticadas en su oportunidad, sobre todo por ciertos funcionarios del actual gobierno, no han sido modificadas.

Por ejemplo, no han cambiado los procedimientos de admisión a las universidades públicas. La prueba Ser Bachiller se sigue administrando, y a las diferentes facultades se accede -o no- dependiendo del puntaje obtenido en ella. Esto sigue igual, pero hace mucho tiempo que los medios no se hacen eco de las virulentas críticas y de las quejas que escuchábamos a diario, durante el gobierno anterior, porque los bachilleres “no pueden estudiar” o “no tienen libertad de elegir su futura carrera”. Tanto silencio abruma.

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