El mediocre concierto y el fracasado intento del fin de semana pasado de abrir un corredor por donde entrara lo que los Estados Unidos y sus aliados en la guerra contra Venezuela denominaron ‘ayuda humanitaria’ y lo que el gobierno de ese país consideró como una estrategia de intervención militar externa, es un punto de quiebre y de inicio de un nuevo momento político en la región. En un contexto de reconfiguración de la derecha y del fascismo, y de profundización de la crisis venezolana, el continente tiene frente a sí tres escenarios: una salida militar que tendría un impacto mundial y devastador para la región, la profundización de las medidas de bloqueo y de guerra económica contra el gobierno del Partido Socialista Unificado de Venezuela o la tenue posibilidad de rescatar una política de base popular y progresista.

El concierto producido por la maquinaria cultural hecha en Miami, que contó con la presencia decadente y edulcorada de Miguel Bosé, fue algo así como el colofón de un plan de intervención que sólo pudo caber en las peligrosas, estereotipadas, desactualizadas y avariciosas cabezas de John Bolton y Richard Branson. Ambos son representantes nítidos del capitalismo delincuencial contemporáneo, materializan los planes de Trump para Venezuela y la región y se encuentran como en casa en ciertos suelos colombianos. La peligrosidad de estos personajes se debe a que combinan estereotipo y dinero: en el caso del empresario inglés y propietario de Virgin Megastores, Richard Branson, la invitación que hizo a personajes como Miguel Bosé, Juanes, Juan Luis Guerra, entre otros muy similares, refleja que su conocimiento de la cultura musical del continente se reduce a los personajes de farándula que seguramente ve de manera ocasional en Miami. Si dejáramos de lado que detrás del carácter humanitario del concierto había un plan de intervención en Venezuela, su fracasada convocatoria se hubiera limitado a otra anécdota en su temeraria y aventurera vida empresarial. Se sabe también que el concierto forma parte de la intención que tiene de meterse en negocios petroleros.

El caso de Bolton es más peligroso por lo que es y por lo que representa como delegado oficial de la ofensiva de la Casa Blanca contra Venezuela. Con la clara complicidad de algunos medios de comunicación y como si hubiera sido un acto espontáneo, el mismo día que iba a dar declaraciones sobre las últimas sanciones económicas a Venezuela, apareció portando una libreta de apuntes con una nota escrita que decía 5.000 tropas a Colombia. Lo de la notita en su libreta iba muy a tono con el estilo Bolton. Recordemos que él fue el ideólogo de la Casa Blanca que en tiempos de George Bush hijo ideó el plan de aterrorizamiento de la sociedad norteamericana, cuando después de los atentados a las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001, se difundió una campaña por todos los medios de supuestos ataques indiscriminados con ántrax. Esta campaña permitió justificar la invasión a Irak a pesar de que ese país no había tenido nada que ver con los atentados.

Hay que rehacer rápidamente la compleja y accidentada serie de sucesos que han ocurrido en Venezuela y que hoy permiten avizorar la posibilidad de una guerra regional de incalculables consecuencias, o tal vez la solución política del conflicto. Desde el ascenso de Hugo Chávez en 1999 y cuando su gobierno mostró una clara decisión de nacionalizar los recursos petroleros, el capital internacional empezó una virulenta campaña que condujo al fallido golpe de estado de 2002 y a una guerra económica que pudo sostenerse en condiciones favorables mientras lo permitió el precio del petróleo. Chávez logró construir una hegemonía con la que ganó una serie de triunfos electorales y ganó un peso regional a partir de la formulación de un nuevo tipo de relación que priorizaba los intereses del sur global y de Latinoamérica y del Caribe en particular. Sin embargo, Chávez no pudo cambiar el carácter primario exportador de Venezuela y en su período se fortaleció una burocracia cada vez más atrapada en la corrupción y el rentismo propio de una economía exportadora. Su inesperada muerte en 2012 y su reemplazo por el sindicalista Nicolás Maduro mostró la incapacidad de la agrupación de partidos de izquierda en el poder de construir liderazgos que dieran sostenibilidad económica y política al proyecto bolivariano.

En las elecciones de mayo de 2015, por primera vez en 17 años, la oposición ganó, el gobierno de Maduro tomó la decisión de desconocer los resultados y sustituyó la Asamblea conquistada por la oposición, por una Asamblea Constituyente, a la que se le dio el encargo de diseñar una nueva constitución encaminada a profundizar la “revolución bolivariana”, cosa que aún no hace. Esa medida, considerada ilegítima por la oposición interna e internacional fue respondida con un aumento de la guerra económica y con el bloqueo, principalmente desde Colombia y los Estados Unidos. Mientras Colombia, en claro asocio con sectores corruptos vinculados al gobierno, promovía una permanente conspiración paramilitar, el contrabando y el robo de gasolina y bienes, el capital internacional, liderado por los Estados Unidos aumentaba la estrangulación económica del país. En este contexto Maduro gana las elecciones, lo que es desconocido por los Estados Unidos y por la oposición interna, Juan Guaidó se declara presidente interino, se reactiva la oposición y se afinan los  tambores de guerra.

Venezuela ocupa un lugar central en la economía global: tiene las mayores reservas de petróleo del mundo en la franja del Orinoco, además de contar con minerales como coltán, carbón, diamantes, oro, hierro, níquel, bauxita, mármol,  gratino, fosfatos y feldespatos indispensables en la fabricación de elementos de alta tecnología como computadores, reactores nucleares, baterías de alto rendimiento, combustibles y hasta filtradores de radiación. El gobierno del Partido Socialista Unificado de Venezuela, ante la guerra económica internacional y ante su incapacidad de transformar la economía venezolana de su condición de exportadora primaria de petróleo, optó por depositar gran parte del poder en la cúpula militar, consolidó un modelo de capitalismo multilateral y afianzó sus nexos con Rusia y China, potencias con gran necesidad de recursos petroleros para sus proyectos internos de desarrollo. Rusia y China han aparecido como alternativas económicas ante la guerra internacional y el pillaje dirigido por Estados Unidos y Colombia, pero también han ayudado a mantener a flote al gobierno, ante la descomposición interna y ante la pérdida de hegemonía del PSUV. De igual modo, las declaraciones que han hecho estos países en contra del intervencionismo norteamericano, que en el caso de  Rusia han venido acompañadas de un explícito apoyo militar, han sido factores que han atenuado las amenazas de guerra impulsadas por los Estados Unidos y por el frente de la extrema derecha latinoamericana.

Otro factor fundamental en el debilitamiento de la opción militar se ha evidenciado estos días cuando se develó que es sólo una minoría la que en Venezuela apoya el intervencionismo. Esta minoría además se ha mostrado peligrosamente cercana a la extrema derecha y al paramilitarismo colombiano: no deja de causar estupor después del concierto de Cúcuta, oír las declaraciones públicas de paramilitares colombianos que, apoyados por la policía y el ejército colombiano y sin esconder su acento paisa, se declaraban listos a atacar a Venezuela, sin importar su desvergonzada intromisión en los asuntos venezolanos.

Si los Estados Unidos se empecinan en una guerra abierta el escenario será muy complejo para la región y especialmente para Colombia y para Venezuela. En ese caso estamos ad portas de una guerra global en la que participarían los Estados Unidos, la extrema derecha regional y colombiana y el paramilitarismo por un lado, y del otro, Venezuela, Rusia y China, así como sectores del ELN y disidencias de las FARC. Este escenario significaría la generalización del ejemplo colombiano a la región, que entraría a una guerra con fecha de inicio definida pero sin fecha de final. Otro escenario posible es el de la continuidad de la guerra y del bloqueo internacional que, eventualmente, podría conducir al desplome total del proyecto de la revolución bolivariana, o podría abrir el escenario de la guerra abierta. La tercera opción, tal vez la más compleja, pero la más deseada sea la de reposicionar la política. Cualquier acuerdo internacional debe hacer firmar a las partes ciertas condiciones: el capital internacional tiene que devolver de manera inmediata los recursos secuestrados a Venezuela y tiene que implementarse el compromiso de autodeterminación permitiendo que los venezolanos respondan a sus problemas. El PSUV tiene que convocar a un referéndum encaminado a la realización de unas elecciones en las que tiene que competir con la oposición, con garantías para ambas partes. El PSUV tiene que luchar por un proyecto hegemónico partiendo del supuesto de que tiene una gran base popular. Si gana el PSUV de nuevo, el capitalismo internacional tiene que parar la guerra y el sabotaje. Si el PSUV pierde, que entregue el poder a la oposición, que tendrá que firmar un compromiso de no retaliación y de no implementar tierra arrasada con el adversario. Esta sería una forma de recuperar la política y la soberanía ante el escenario de la guerra y de la muerte.

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