La historia de Colombia se ha construido a partir de una creciente violencia estructural. Una violencia institucionalizada, entre otras cosas, por el poder que han adquirido las fuerzas militares y policiales a partir de una doctrina caduca que relaciona cualquier expresión de inconformidad social con una amenaza para la seguridad en una forma de terrorismo de Estado.
Hace casi un año, a finales de Noviembre de 2019, el malestar popular parecía haber llegado a las principales ciudades de Colombia. No obstante, las fuerzas de seguridad y el gobierno de Iván Duque –materializando la doctrina de seguridad nacional heredada de las dictaduras latinoamericas–, han intentado quitarle legitimidad a la protesta social y a la denuncia de históricas desigualdades estructurales. Colombia es la segunda economía con mayor desigualdad en la distribución del ingreso en América Latina y el Caribe, solo superada por Brasil (CEPAL, 2019).
La estrategia comunicacional de los actuales gobiernos de la región ha sido recurrente. Por un lado, se califica de “vándalos” a quienes manifiestan cualquier tipo de inconformidad, en ideas o en el ejercicio del derecho a la protesta social, y por otro, se promueve la división y la confrontación entre ciudadanos. Esto último se evidencia a partir de la construcción e imposición desde el poder de una narrativa entre “ciudadanos violentos” y “ciudadanos de paz”.
En el caso de Colombia, esta estrategia promovió una doble línea de acción defensiva y violenta. Una institucional desde las fuerzas de seguridad y otra desde la acción aparentemente espontánea de vecinos que salieron con palos, machetes y hasta armas de fuego a enfrentar a la ciudadanía que se manifestaba en la calle, desconociendo sus demandas y señalándolos como responsables del desorden en diferentes ciudades.
Algo parecido a lo ocurrido en Chile luego del estallido social de Octubre de 2019, cuando sectores de extrema derecha incentivaron a parte de la población a la defensa personal contra “delincuentes” que se manifestaban sin respetar “a nada ni a nadie”. Este accionar finalmente condujo a que el partido de gobierno fuera acusado de facilitar instalaciones a grupos políticos que agredieron incluso a periodistas y autoridades electas, mientras los manifestantes eran acusados y detenidos por terrorismo, insurgencia y/o vandalismo.
Los últimos disturbios registrados en Bogotá y otras ciudades colombianas, tras el asesinato de Javier Ordoñez, ponen una vez más en evidencia la persistencia de estas históricas fracturas sociales. Según el reporte presentado por “Defender la Libertad, asunto de todos” hasta las 10:30 del 10 de septiembre se contabilizaron: 24 heridos, de los cuales 19 fueron por arma de fuego; cerca de 45 detenidos; y 5 posibles casos de homicidio por parte de la Policía Nacional. Situación que da cuenta del abuso de autoridad y brutal agresión por parte de las fuerzas policiales, las cuales actúan contra el pueblo colombiano reproduciendo una lógica en la cual se observa al manifestante como un enemigo interno y no como un conciudadano que reclama por sus derechos.
La inconformidad desatada en los disturbios anti policiales –no solo en Colombia sino en Ecuador, Chile, Bolivia y el propio Estados Unidos– ha puesto una vez más en el debate ciudadano, el abuso indiscrimnado del uso de la fuerza por parte de los cuerpos de seguridad mientras los medios de comunicación corporativos centran el foco de atención en el impacto económico de los enfrentamientos.
Esta constante a lo largo de las Américas desenmascara de una forma cruda pero frontal los desafíos estructurales y urgentes pendientes de ser atendidos al interior de los Estados:
- La necesaria democratización de los órganos de seguridad. Tras ya varias décadas del fin de las dictaduras en América Latina y el Caribe, se siguen aplazando cambios estructurales en las doctrinas militares y policiales que guían, entre otras cosas, el uso de de la fuerza. Esto ante el miedo de “tocar” esta institucionalidad y provocar revueltas policiales y/o militares que puedan poner en riesgo o debilitar el poder de quienes gobiernan. Un temor que sigue postergando una deuda histórica con las democracias y promoviendo una falsa dicotomía entre Seguridad y Democracia que mantiene secuestrada la libertad y el desarrollo de los pueblos de nuestra región.
- Este cambio de doctrinas caducas debe acompañarse de una necesaria actualización de normativas legales. Desde reformas constitucionales, leyes, reglamentos y protocolos acordes a los nuevos contextos locales y en respeto a los Derechos Humanos. Democratizar los órganos de seguridad significa reconocer sus derechos pero sobretodo precisar sus responsabilidades en el uso de la fuerza y, en general, en el ejercicio de su misión constitucional.
- Se requiere efectivizar este cambio estructural a través de una urgente y verdadera profesionalización de las fuerzas de seguridad. Se deben dejar atrás prácticas represivas que priorizan la securitización, la lucha anti-terrorista y el lucro con la seguridad. Una falsa profesionalización de los órganos de seguridad promovida desde países como Estados Unidos que han demostrado en actuaciones recientes, que no son ejemplo y están lejos del espíritu democrático que debe guiar la conducción de los órganos de seguridad.
- Finalmente, es necesario alertar y visibilizar sobre la problemática de la mercantilización de la seguridad.
- Los enfoques represivos de seguridad ciudadana no solo son una mala política desde una perspectiva de democracia y de derechos, es una mala apuesta desde una perspectiva económica. Cuando la seguridad se vuelve un negocio, deja de ser ciudadana y deja de servir a los intereses del Estado y la población. La doctrina del miedo y la securitización que se está implantado en Latinoamérica, responde a intereses económicos y este es un factor que requiere ser estudiado y denunciado.
El principal camino para alcanzar la paz social en la región es lograr un desarrollo equitativo e inclusivo. Mientras el Estado no garantice los derechos de la mayoría de su población por sobre la concentración y reproducción inequitativa del capital, los niveles de conflicto e inseguridad serán elevados, y los órganos de seguridad seguirán siendo una herramienta de represión al servicio de los intereses de las élites.
Si se deja atrás la democracia como concepto vacío y pieza de discurso, solo se legitimará la resistencia ciudadana en contra de un sistema que no sirve los intereses de las mayorías. Es fundamental que el ejercicio del poder sea congruente con las necesidades del pueblo, pues de lo contrario se violentan derechos, se divide a la población y se condena a que el Estado sea una institución de represión y no la materialización de la soberanía popular.