Hace mucho tiempo leí una crónica producida en México cuya finalidad era alertar que las mujeres jóvenes de esa enorme ciudad acudían a negocios clandestinos para mejorar las formas de su cuerpo a como de lugar y por bajo precio.
Era, la crónica, una alerta, pues los tales expertos les inyectaban aceite comestible en vez de botox (que de por sí es una toxina) a las jóvenes. Con las formas corporales modificadas tenían un mejor acceso al mercado laboral, así los efectos posteriores fueran desastrosos.
Viene esta historia por tres motivos: decidir una medida cosmética al apuro es contraproducente; no por aumentar o variar las formas se solucionan los problemas de fondo; los cambios de identidad van más allá del reconocimiento inmediato; no se puede cambiar la imagen por una necesidad puntual.
Así, el cuento del “cambio de imagen” de la ciudad, que aprobó el alcalde Jorge Yunda, suena más a un cambio diario de ropa interior o a una inyección de botox puesta a la maldita sea.
La decisión del personero municipal va en contra de todos los principios de la manera cómo se debe administrar la marca ciudad y cae en la misma trampa en la que, en su momento, cayeron Barrera y Rodas: piensan que el de la ciudad es un logotipo. Ni se imaginan que es una marca.
Y, además, ubican sus argumentos en la orilla de “a mí me gusta más este que el otro”, cuando los temas de marca se deciden luego de reflexiones técnicas, estudios fundamentados, evidencias, hallazgos, eficiente transmisión de los símbolos que exponen la identidad, nada que se pueda lograr en el tiempo que media entre ganar unas elecciones y sentarse en el sillón edilicio.
Mareado por las sirenas de “es que no me costó nada porque lo hizo el diseñador del Municipio”, el alcalde creyó que este golpe de efecto reforzaría su capital político. A lo mejor lo logró, pero a través de una decisión que es una irresponsabilidad con la ciudad.
Existe un problema de base: creer que redibujar el nombre de la ciudad es un acto inocente de mercadeo político. No obstante, la teoría ha demostrado que la marca ciudad es un activo fundamental para la reputación metropolitana (como la marca país, a la que la cosa esta que llaman ‘gobierno’ dejó morir por inanición y con harta irresponsabilidad).
Hay una élite de diseñadores gráficos que consideran que las buenas marcas dependen de su inspiración, pero la construcción de una seña identificativa de una ciudad es un proceso en el que el dibujo es de los últimos eslabones de la cadena.
En este proceso se ha de partir de que la elaboración de una marca depende de la visión que se le quiera dar a la ciudad, que difiere por completo del eslogan de una campaña indistinta. Y ahí va el segundo gran error, utilizar la frase con la que se ganó elecciones como una idea que supuestamente representa la realidad local.
Pesar que la frase “grande otra vez” (así, con minúscula inicial y todo), robada al apuro de la campaña presidencial de Donald Trump, expresa todo lo que es ciudad y a lo que aspira demuestra arrogancia. Porque un eslogan de campaña se desarrolla –o se toma– con un fin electoral y tiene otra naturaleza. ¿O alguien piensa que las frases de las marcas de las principales ciudades del mundo se usaron para hacer campañas electorales?
El asunto es que quienes toman estas decisiones no tienen idea de lo difícil, el tiempo que toma y lo costoso que es posicionar una marca ciudad y más aún si los cambios fueron hechos al amparo de “cambiar la imagen”.
La marca es mucho más compleja. No es el camerino donde unas candidatas a reina se cambian de vestido antes de ir a la pasarela. Si se sigue tomando la marca de la ciudad con esta ligereza, Quito seguirá siendo, para quienes la conocen a través de sus símbolos, un espacio desordenado, asentado sobre una joya que no sabe cómo tratar, en la que se produce una ebullición cultural que no se muestra, ocupada por unos ‘habitantes’ cuya identidad no se explica y rodeada por una naturaleza épica que queda oculta tras un palito que tiene en la cima una bolita de color bonito. Eso es inyectarse botox, ¿o no?