Los argumentos electorales ya no cuentan ahora. Aquí pesa la opción democrática o la de un fascismo para el siglo XXI. Hay más de una razón para entender esto en esa dimensión:
1.- América Latina vive uno de sus momentos más decisivos y Brasil podría cambiar el rumbo de esta historia marcada, hasta hoy, por una derechización galopante. Si Jair Bolsonaro gana robustece esa tendencia y asegura la estrategia de dominación regional de Donald Trump. Eso incluye, por supuesto, que sería una nueva “cabeza de playa” para un posible ataque o invasión a Venezuela. Si Fernando Haddad vence en esta ocasión constituiría un freno a esos propósitos y se reabriría un espacio para la recuperación de los procesos integracionistas.
2.- La economía regional atraviesa también por una etapa de recomposición frente a las nuevas demandas del capitalismo, el financiero en particular. Y en ese contexto Brasil -como una de las mayores economías mundiales- es decisiva. La marcada competencia del Mercosur con otros grupos regionales económicos, la sobrevivencia de los Brics y una presencia mucho más intensa de China en América Latina tienen a Brasil como el eje de un afianzamiento o de reconfiguración para favorecer al capital transnacional o, por el contrario, apuntalar una economía a favor del desarrollo y la igualdad económica en la región. Y eso está en el debate continental ahora en la perspectiva del triunfo electoral de uno de los dos finalistas. Ya sabemos por qué Sebastián Piñera aplaude un posible triunfo de Bolsonaro.
3.- Para la izquierda latinoamericana lo que ocurra en Brasil también define buena parte de su recomposición. Los procesos electorales y políticos en Argentina, Colombia, Ecuador, Chile, Venezuela y México dan cuenta de una dinámica compleja donde hay reacomodos e inclusive retrocesos que parecerían irreversibles, pero a la vez ponen en discusión por dónde han de trazarse los nuevos sentidos de la acción política, más allá de la gestión gubernamental y de la administración pública. Y, por supuesto, además hay que discutir qué rol juega la izquierda en la democracia tradicional y en el marco de un capitalismo cada vez más agresivo que impide procesos profundos de transformación hacia un socialismo del color que lo quieran pintar los pueblos y sus organizaciones.
4.- En el trasfondo de las elecciones brasileñas también hay un latente clamor por saber qué se entiende por liderazgo. Lo ocurrido con Lula y la consabida pretensión de confinarlo y con ello anular las posibilidades electorales nos coloca en una encrucijada bastante compleja. Primero porque la lógica liberal de la democracia, a la cual se adhieren muchos izquierdistas “puros”, anula por autodefinición la eventualidad de continuar con el mismo líder al frente de un proceso político y del gobierno. Esa alternancia a la que aluden como valor supremo de la democracia no es absoluto cuando se trata de sostener el modelo económico, como ocurre en Alemania o en Inglaterra, pero cuando el “caudillo” interpela al capitalismo entonces se lo estigmatiza.
5.- Por último, Brasil no es solo un proceso político para entender por qué la derecha y el fascismo avanzan, sino también para recapitular cómo se han desarrollado los procesos sociales en su conjunto, donde los medios de comunicación juegan un papel categórico. Es el país donde éstos tienen un peso cardinal. Y no menos interesante y preocupante es analizar la influencia de las iglesias, en particular las evangélicas, que al parecer están definiendo intensos procesos culturales. No es casual que sea en Brasil donde más crezcan y se impongan como espacios de encuentro y nociones ideológicas para millones de personas. Incluso, en esa perspectiva, hay que ampliar la discusión para no quedar en el prurito de que con las creencias nadie se mete y, por supuesto, en esa esfera la izquierda ha perdido muchas batallas y asimismo ha cedido amplios espacios para lo que ahora se clama desde muchos países: la educación política, la politización y la formación ideológica.
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