Una de las cosas que más llama la atención de muchos personeros en el gobierno central y los gobiernos seccionales en la actualidad es la facilidad con que afirman algo que ellos y ellas saben que todos sabemos que es mentira. Por ejemplo, está la manera cómo la alcaldesa de Guayaquil contrae y supera el COVID-19 con una facilidad que cualquier persona que realmente lo haya contraído y superado puede desmentir de un solo plumazo. Pero a ella parece no importarle. Hasta se inventó un doctor con un nombre muy pintoresco que le aplicó la prueba: Londres Yangui.
Parece que se burlan, ¿no? Como cuando la ministra de todoloposible, incluido el control del tránsito, afirmaba que los muertos por la represión de octubre se debían a otras causas como ‘accidentes’ y ‘suicidios’.
Como se preguntaba en algún otro artículo… ¿es en serio? Y lo dicen sin que les tiemble una pestaña ni les falle la voz. Mirando de frente a la prensa y con una seriedad increíble.
Pero cuando debemos tener una silla a mano es cuando el Presidente de la República se auto define como «Hombre de palabra». Lo escuchamos, e incluso si ya nos hemos sentado, escapamos de caernos de la silla.
Es cierto que uno de los ideólogos de este sistema de manipulación mediática, el viejo y bonachón Goebbels, dijo que una mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en verdad; pero para gente como nuestros políticos creo que hacía falta también algunas indicaciones sobre la calidad de la mentira, a saber:

  • ser verosímil
  • ser manejada con un mínimo de inteligencia (una mente con un IQ de 60, por lo menos, ha de ser)
  • no parecerse a una broma que se le haría a un niño menor de seis años con el convencimiento de que se la va a creer
  • que, ya que se le va a faltar al respeto mintiéndole, se trate de no insultar la inteligencia del interlocutor.
    Si observamos, por ejemplo, todo el tinglado armado en torno al caso llamado primero ‘arroz verde’ y después ‘sobornos’, existe un manejo de la construcción de la información y de la trama que parece escrito por un libretista de comedia pero de quinta o inferior categoría, y que si no estuviera tan sostenida por los poderes fácticos se desparramaría con un sencillo intento de tingazo o con una respiración fuerte.
    Igual impresión causan, por ejemplo, el nombre «Cauce democrático» y sus proclamas de unidad nacional en donde quieren que estén todos menos los que siempre ganan.
    Pero todo esto tiene un trasfondo mucho más triste e indignante, y es en primer lugar el irrespeto a la gente, eso tan ofensivo de suponer que somos tan ingenuos (léase imbéciles) que nos creemos cualquier bulo absurdo. Que se trata de promocionar como verdad que existen los elefantes rosados de tres patas y como tenemos el poder, al que nos lo cuestione, cárcel u ostracismo.
    La otra es más triste aún, y es que haya gente que les crea. Aclaro: no que finja creerles por interés o arribismo. Que les crea a pies juntillas. ¿Y por qué? Porque no somos un pueblo educado. Porque tenemos un fuerte implante de servilismo que nos hace correr detrás de los que parecen mandar, pero no somos capaces de observar la realidad, de leerla con mente abierta para poder contrastarla con las afirmaciones de quienes piensan que se nos puede engañar y comprar con cualquier baratija.
    ¿Cómo es posible que creamos las opiniones escritas o habladas de un poco de cooptados a favor del poder fáctico, las corporaciones y los cacicazgos locales más que al bienestar y al progreso que vivimos durante una década? ¿Cómo es posible que, ante un desastre como el actual sigamos repitiendo: «piri is qui si hibi kirripciín…» y no seamos capaces de comparar y contrastar dos situaciones radicalmente diferentes?
    Se lo dejo de tarea.

Por Editor