Ocurrió en Europa, en la civilizada Europa. En España, concretamente. Alguna persona, trabajador o trabajadora de la salud dejó su auto estacionado en la calle y un anónimo ser pasó grafiteando encima de la pintura blanca algo como «Rata contagiosa». Así, como lo leen.
O sea, aparte de que su profesión es muy sacrificada, de que tiene largas jornadas asistiendo a enfermos de la peste de moda y otras condiciones, aparte de que está expuesta al contagio mucho más que el resto de la población y aparte de todo, la insultan.
No es el único caso. Se ha sabido de urbanizaciones y barrios en donde no permiten la entrada a los médicos que viven ahí mientras no se desvistan prácticamente en la calle para ser desinfectados ellos y sus pertenencias. Otros tantos profesionales de la salud pernoctan en sus autos por temor a contagiar a su familia, pues a pocas personas se les ha ocurrido buscar una solución a este problema.
Ya desde los primeros anuncios de la pandemia comenzó una inexplicable xenofobia hacia las personas de nacionalidad o aspecto chinos. Una se preguntaba, ingenuamente, por qué una persona de origen asiático que vive veinte años en el Ecuador va a contagiar la enfermedad, pero no faltaba quien te dijera, en tono de chismorreo: «Es que ya es sabido que los chinos comen cualquier cosa, por ejemplo murciélagos».
Ah. Porque aquí en Quito sacas una mano por la ventana de tu auto en movimiento y te aterriza un murciélago, claro.
Por los mismos motivos la gente se negaba a comer y comprar comida en chifas. Suponían que los pollos, las reses, los cerdos y los camarones que se consumían en la preparación de la comida eran chinos de la China. Y, como tales, los repudiaban.
La sombra del ser humano en ocasiones se extiende hasta alcanzar proporciones infinitas. No hay inteligencia que la regule, compasión que la detenga, sentido común que la contraiga. Y en momentos como este aparece en todo su terrorífico esplendor. Porque, no digo que se corra a abrazar a la persona que dejó su auto en la calle; pero qué tal sien lugar de grafitear un insulto, no le dejában una notita que dijeran, sencillamente, ‘gracias’. ¿Cómo te vas a asegurar que, si te sorprende la enfermedad, no vaya a ser esta persona la encargada de tu cuidado o incluso de tu curación?
¿Por qué las urbanizaciones o los edificios de departamentos no adecuan un lugar para que los médicos que ahí viven puedan dejar su ropa o desinfectarse de un modo menos traumático?
En las antípodas de estas actitudes se encuentra, por ejemplo, la de aquellas personas oriundas de la ciudad de Ambato que idearon un modo para detectar por dónde ya comienza a cundir el hambre, solicitando a quienes pasan necesidad que pongan una bandera blanca en un sitio visible de su casa, de modo que si alguien la mira pueda llevar un poco de comida. Lo mejor de todo es que nos cuentan que está dando buenos resultados. Parece sencillo, pero es una idea genial, pues al mismo tiempo que es solidaria y generosa, es también respetuosa de la dignidad y la privacidad de las personas.
Se dice que no importa lo que sucede, sino cómo se lo afronta. Estoy convencida de que hay poderes oscuros interesados en separarnos, en estimular la discriminación a partir del miedo, llegando a niveles tan absurdoscomo el de vandalizar el auto de una persona que lo único que está haciendo es arriesgar su vida trabajando en pro de la salud ajena, o de negarte a saludar a tu propio esposo mientras no se desinfecte, en luigar de darle tu apoyo y afecto tras una larga jornada de trabajo.
Hay muchas maneras de vivir la adversidad, pero creo que una de las peores es con miedo, con odio y agrediendo a todo lo que nos asusta. La mejor es buscando un camino de luz entre las sombras, y tratando de irradiar con nuestra luz interior cualquier pequeño espacio en donde eso haga falta.