Fue alrededor de 2009 o 2010 que comenzó a germinar una inverosímil coalición política que reuniría desde el PSC hasta el MPD, esa implícita alianza anticorreísta que no cesó en su enfrentamiento con el gobierno de Rafael Correa por todos los medios y en todos los campos. Esa gran coalición nunca pudo derrotar al correísmo en el campo democrático, en 2017, el peor momento político de la Revolución Ciudadana, estuvo cerca pero no lo logró. Con la llegada de Moreno al poder, esa coalición encontró la oportunidad de atraer hacia sí a una parte del movimiento Alianza País y así quebrar la hegemonía política que el correísmo había mantenido por diez largos años, larguísimos si se piensa en nuestra inestable historia política, con el fin de desconocer el mandato popular e iniciar un proceso de desmantelamiento del Estado y aplicación de un cada vez más agresivo programa neoliberal. Cuando se llevó adelante la consulta popular que legitimaba la ruptura democrática vimos juntos en la campaña a favor del gobierno a libertarios y pachamámicos, conservadores y socialistas, empresarios y sindicalistas, petroleros y ecologistas, etcétera. Una nueva edición del milagro de Velasco Ibarra que juntaba al cura y al comunista.
Sin embargo, lejos de ser algo inédito, los pactos incomprensibles y aparentemente ilógicos son todo un patrimonio de la política nacional. Los ejemplos abundan, el acercamiento entre los otrora enemigos PSC e ID que se conoció como “febresborjismo”, la “aplanadora” de la Asamblea Constituyente de 1998 que juntó a otro par de enemigos jurados, el PSC y la DP, o el “pacto de la regalada gana” entre otros rivales “irreconciliables”, el PSC y el PRE. Alguien desorientado podría creer que son prácticas propias de la derecha, el “populismo” o la socialdemocracia, pero no, ahí tenemos a socialistas y comunistas haciendo parte de buena parte de los gabinetes de la derecha o la socialdemocracia, o a Pachakutik y el MPD como aliados de Gutiérrez que pasarán a votar después con el “febresborjismo” en contra de su gobierno. De modo que, las alianzas extravagantes no son la novedad de los años recientes, lo novedoso está tanto la amplitud del acuerdo de poder como en su solidez, se trata de un pacto muy estable para sostener a un gobierno y eso sí que no había sido usual en la política ecuatoriana.
Si se hace una interpretación apresurada se podría decir que la excepcionalidad del correísmo se debió a que esas prácticas desaparecieron. Nada más equivocado, la persistencia de ellas habla de una condición estructural muy enraizada de nuestra política que difícilmente pueden cambiarse en diez años. En consecuencia, cualquier proceso político, de cualquier carácter, debe lidiar con esas condiciones de la política real, detenerse en la discusión de si se deben o no contar con este tipo de alianzas es estéril, el debate indispensable tiene que ver con la naturaleza del proyecto político, el peso efectivo y las formas específicas en que esos pactos funcionan. En este sentido uno de los mayores logros del correísmo es haber conseguido canalizar la volatilidad de las posiciones políticas para darle hegemonía a un proyecto renovador. El proceso político que inició con la campaña de 2006 debía hacer política en el mundo real, tomar lo que tenía a mano e intentar llevar adelante las transformaciones necesarias en esas condiciones. Lo interesante del período correísta es haberlo conseguido manteniendo bajo cierto control, nunca total, las tendencias disruptivas y destructivas de esa lógica de la política, reduciendo su campo de acción y buscando abrir otros espacios en el campo político.
En estos días la discusión sobre estas “alianzas indecentes” ha reaparecido con motivo del frente político motivado por el correísmo, UNES. Las interpelaciones recurren a purismos de toda especie que poco ayudan dado el carácter del terreno en el que hay que dar la pelea. Salir de ese entrampamiento inútil es fundamental para el correísmo y sus posibles aliados. Por supuesto, esto no quiere supone aplaudir la supresión de la ética política y celebrar un tosco pragmatismo. La experiencia reciente nos enseña que la ética política supone utilizar las condiciones reales para hacer algo diferente, algo beneficioso para las mayorías o lograr un poco de justicia social, como también nos ha dejado ver que sin esa ética pueden potencializarse los efectos nocivos de esas condiciones reales para destruir la justicia social e imponer la represión y el servilismo. Los verdaderos estrategas de la política, los que construyeron toda una épica de los pobres y oprimidos, sabían que ética y estrategia debían ir muy juntas porque la asimetría de poder los ponía en desventaja, los puristas suelen prestar poca atención a estas fundamentales cuestiones políticas.