Fea. Gorda. Perra. Zorra. Yegua. Montonera. Marimacho. Maldita. Feminazi. ¡Cállate! Vamos a enseñarte a usar bozal. El día en que te encuentre, te voy a violar.
El acoso, las amenazas, las burlas crueles, los insultos son una constante en las redes sociales. Sin embargo, las mujeres somos las más expuestas. Y de nosotras, las políticas, las periodistas y las activistas recibimos el mayor número de ataques. La red, como la sociedad, espera de las mujeres que cumplamos el papel que nos ha reservado el patriarcado capitalista: comportamientos sumisos, respaldos decorativos, silencio y aceptación.
Los insultos hacia las mujeres tienen componentes claramente sexistas y misóginos: se hace referencia a nuestro cuerpo desde el estereotipo que lo objetiviza bien como ornamento, o como espacio a dominar por derecho de fuerza. Y la meta es silenciarnos.
Llamarnos feas, gordas, marimachos parte de los cánones de belleza normados por la publicidad occidental. Desde lo que se considera un insulto, se busca provocar o herir con el objetivo de divertirse o pasarla bien, y la intención es reducirnos anímicamente desde lo que se considera nuestra debilidad: la preocupación por nuestro aspecto físico. Se cree que las mujeres (y solo las mujeres) estamos obsesionadas por nuestra imagen corporal y apariencia física. Un pensamiento sexista por donde se vea, que es alimentado por el mainstream, y que se repite como verdad sin contradicciones, que no mira la posibilidad de que las mujeres tomemos agencia sobre nuestro cuerpo y lo experimentemos como lugar de existencia y de placer. Es cierto que la presión social (sobre todo en la adolescencia) por encajar en los modelos corporales publicitarios merma la autoestima y la imagen de sí de la mayoría de personas sin distinción de sexos. Las mujeres más expuestas a la mirada, el escrutinio y la crítica somos propensas, durante nuestro desarrollo madurativo, a caer en desórdenes alimenticios y en la dismorfia corporal.Salir del patrón, embellecernos por deseo propio, aceptar nuestro cuerpo en su esplendor y más allá de los cánones es una de las grandes conquistas del feminismo. Y que nos llamen feas, gordas o marimachos no nos afecte, activa aún más la rabia de quienes nos quieren ver llorar con comentarios machistas e infantiles. Nos ven niñas, no mujeres.
Mandarnos a callar denota un comportamiento misógino: las mujeres no tenemos ni derecho ni capacidad para opinar. No se nos rebate conargumentos, se dice de nosotras -por ejemplo- que seguramente sabemos de chismes, trapos y maquillaje, pero no de política ni de los asuntos públicos, que son una esfera tradicionalmente ocupada por los hombres. Desdeñaron lo doméstico y nos confinaron a ese espacio. Ahí, para el machismo, es donde nos deberíamos quedar. Quienes aún vivimos, nacimos cuando nuestras ancestras luchaban por el derecho a que se escuche su voz, por su autonomía, por su participación política, por el derecho a la educación, y nosotras aún seguimos exigiendo -desde otros espacios- prácticamente lo mismo. Si nos han cedido lugar en lo público, se espera de nosotras actuaciones que respondan y fortalezcan el estereotipo y el estatu quo, que nos concentremos en el asistencialismo yla ayuda social, porque de nosotras se espera el discurso superficial y la representación decorativa. No en vano, se ha asignado a las esposas de los presidentes el desarrollo de esas tareas. No por nada, hay políticos que buscan esposas en la farándula local. Eso se espera de nosotras: ser la que cuida al marido. Y cuando nos salimos del marco, nos mandan a callar.
Amenazarnos con violarnos o matarnos es quizás la muestra más grave de violencia hacia las mujeres en redes sociales. Las amenazas buscan intimidarnos y activarnos el miedo. Acostumbradas como estamos al peligro latente del acoso y la agresión, las mujeres crecemos con la certeza de que podemos ser objetos de violencia y, por tanto, nos volvemos sujetos del temor. Esos miedos se materializan cuando el aumento de feminicidos y casos de violencia sexual nos comprueban que, efectivamente, es un riesgo ser mujer, que ser violadas y asesinadas pueden ser destinos inevitables.
Cuando un hombre nos viola o nos amenaza con hacerlo, lo hace por una finalidad instrumental: sentirpoder. El sujeto violador o el que quiere serlo es unsujeto moral por excelencia: con la violación da una lección, coloca a la mujer en su lugar, la atrapa en su cuerpo, le dice que puede hacer con él lo que quiera, más aún si desobedece. La violación no está fundamentada en el deseo sexual. No es la libido de los hombres descontrolada y necesitada la que se activa. No es un acto sexual: es un acto de poder, de dominación, es un acto político, que se apropia, controla y reduce a la mujer a través delapoderamiento de su vulnerabilidad, y que busca sudisciplinamiento. Y haciéndole el juego están quienes alardean del coleccionismo como demostración de virilidad.
Hacerse con el cuerpo de las mujeres es una práctica común que acompaña las guerras y conquistas territoriales. Hoy, ese abuso, esa apropiación violenta, se muestra en los excesos: cada vez más los crímenes hacia las mujeres están llenos de sadismo y crueldad. Y si no puedes violarlas físicamente, puedes hacerlo simbólicamente y atacar su psiquis, por ejemplo, sipones a circular videos sexuales falsos o reales de ellas.
Muchas veces se cree que esas amenazas no suponen un riesgo real, que solo buscan asustar. Sin embargo, lo que subyace en ese discurso es una forma de pensar, una cultura instaurada, un mandato de violación. Esas amenazas reflejan una constante: la sexualización de la violencia y, por ello, merecen toda la atención. Detrás del acoso y la intimidación se espera una actitud de las mujeres, un sometimiento hacia las órdenes patriarcales, una disposición al silencio, la obediencia y la aceptación del mandato y, por supuesto, una reducción de los cuerpos femeninos hacia el goce del otro y no hacia el disfrute propio. La venganza machista se sustenta en hablar del cuerpo de mujer estigmatizado en lo sexual: no vales porque fuiste penetrada.
Los hombres han sostenido históricamente su poder en la supuesta indefensión femenina. Querer reducir a la mujer al silencio llamándola puta, acusándola del pecado de disfrutar de sí misma y de su sexualidad, es negar su voz, su agencia, su capacidad política, su igualdad de derechos y acción. En la expresión de su potencia a través del discurso y el mandato de la violencia sexista solo se demuestra el miedo y la debilidad, no solo la incapacidad argumentativa sino también la dificultad de ser y encontrarse en un mundo donde las mujeres ya no seamos negadas, y la lógica de relación no sea la del sometimiento.
Esta realidad que es penosamente común en redes sociales y poco atendida por el Estado (el que sostiene el mandato de la violencia sexista) se vuelve furibunda en tiempos electorales o cuando se discuten temas que atañen a la libertad de las mujeres. No hay leyes que nos protejan ni acuerdos partidistas que paren el insulto y el acoso paraconcentrarse en el debate. Pronto veremos como la violencia se enciende y se justifica como parte del clima electoral. Porque la vida de las mujeres poco importa.