Parecería que de María Paula Romo ya no se puede decir más, pero ella hace méritos, se da modos -en una mezcla entre egolatría y torpeza- para mantenerse vigente e indignar con sus actuaciones y su cinismo a cada vez más ecuatorianos. Romo se pasea por los sets de televisión, los estudios de radio o las oficinas de la prensa escrita para dar entrevistas en las que habla bien de sí misma, enumera sus virtudes y asegura que las críticas que recibe se deben a su condición de mujer.

Con una popularidad inexistente, cabe preguntarse a quién le habla María Paula Romo, a quién busca convencer. Ahora mismo hasta periodistas que le eran leales la acusan de ser la repartidora de los hospitales. Vive sus horas más bajas y va en picada. Pero a ella poco le importa, solo tiene oídos para los halagos: mientras sus acólitos la aplaudan y digan que “trapea el piso” con sus detractores, la ministra de gobierno se convence de que tiene a su servicio a más de a la Policía, a un ejército de defensores y, por tanto, no tiene nada que temer.

Si bien existe una histórica misoginia a las políticas, el rechazo a María Paula Romo no se debe a sus cromosomas. La ministra puede día a día convencerse de ello, pero pretender que le creamos, que puede manipularnos con su simplismo, demuestra el poco respeto que tiene hacia la capacidad analítica de los ciudadanos. La agencia social no es un mero concepto sociológico. El accionar de Romo en la cartera de Estado que dirige, sus pactos políticos, su utilización del sistema de justicia para perseguir a rivales políticos, sus comentarios acomodaticios, su pretensión de querer que aceptemos sus argucias, el disfrazar con eufemismos sus intenciones de vulnerar la democracia y los derechos humanos, son los que han ocasionado el desprecio que ostenta, pero no acepta. Y en ello no hay una misoginia ni latente ni evidente. Se lo ha ganado a pulso por lo que ha hecho en sus funciones públicas y por lo que ha demostrado ser: una persona imperturbable y carente de escrúpulos. En eso, su condición de mujer no tiene que ver.

Romo insiste, además, en autodefinirse feminista y de izquierda. Nada más alejado de la verdad. Puso su voz a un video de la Policía Nacional sobre la violencia contra las mujeres y el femicidio. Ahí afirma que ha trabajado (siempre habla en primera persona para manifiestar su protagonismo) con esa institución para que los crímenes de género no queden impunes y para defender a las mujeres. Se olvida Romo (más bien lo omite porque con ella no hay nada casual) que las organizaciones que sí han trabajado históricamente en la protección de la vida de las mujeres saben que en el perfil del agresor machista la profesión más común es la de policía. No son todos, por supuesto, pero es muy común. ¿Qué se ha hecho al respecto? ¿Qué planes de capacitación existen para erradicar la violencia familiar en los miembros de la institución? ¿Qué sanciones se han dado? ¿Cuáles son las cifras? ¿El espíritu de cuerpo institucional les impide hablar del tema?

Romo cree, además, que se puede olvidar que el bloque legislativo que dirige (por algo es la ministra de Gobierno) votó en contra de la legalización del aborto y que el presidente al que sirve no vetó la Ley. Ante sus despropósitos, la respuesta del feminismo ha sido: ¡No se apropie de nuestras luchas!

El feminismo de Romo es tan inexistente como su supuesto izquierdismo. Ella trabaja bajo lineamientos neoliberales que han puesto el capital por encima de la vida: en plena pandemia se prefirió pagar la deuda que equipar hospitales, firmar acuerdos con el FMI antes que cancelar salarios a los funcionarios públicos. Pero tampoco es sorprendente porque, como bien lo recuerda Mark Fisher, el realismo capitalista es “vendido por sus administradores (muchos de los cuales se consideran a sí mismos de izquierda) como si las cosas fueran diferentes en la actualidad”, pero omiten que es “una expresión de la descomposición de clase y una consecuencia de la desintegración de la conciencia de clase” (algo de lo cual Romo no solo carece sino que desconoce por completo) para “subordinar el Estado al poder del capital”. Ese es un retrato cabal de su discurso y sus acciones. Pero, claro, según ella, las críticas que recibe son por ser mujer, no por acciones y omisiones, no por lo que dice y calla.

Los últimos días, el Ecuador ha sido testigo de un capítulo más de las falsedades de Romo, y de su rostro más siniestro. Señalada como artífice del reparto de los hospitales, aparecieron chats personales entre ella y uno de los principales implicados. La Fiscalía inmediatamente salió a recordar que filtrar datos puede anular las pruebas (claro, cuando son ellos quienes las entregan la anulación ni se menciona). La Asamblea, por su parte, exigió al Presidente de la República que la remueva de su cargo. Ella contestó con lo que mejor conoce: una campaña de respaldo a su gestión en Twitter liderada por sus corifeos y apuntalada por troles a sueldo, y una agenda de medios para ser entrevistada por los periodistas más serviles al régimen. Está convencida (conociendo a sus asesores, ellos fortalecen su delirio) de que puede recuperar algo que nunca tuvo: aceptación ciudadana (se olvida que solo ganó elecciones cuando fue aupada por Rafael Correa). Pero su estrategia no da resultados positivos, todo lo contrario: tiene una credibilidad casi inexistente. La inmensa mayoría la considera a ella como la organizadora del reparto y el entramado de corrupción. Mientras tanto, la ministra insiste en que se han sacado las cosas de contexto, que va a responder ante las acusaciones falsas, que se manipula la información y que se arman relatos en los que no está de acuerdo. Justo lo que ella hace con sus rivales políticos: armar lecturas antojadizas y enviar innecesarios allanamientos de madrugada dignos de cualquier película de acción tipo B.

Romo tampoco contaba que la repulsa ciudadana iba a aumentar ante su perversa indolencia. El 30 de agosto, antes de su comparecencia en redes sociales, una revista de farándula tuiteó la portada de su último número con ella como protagonista. La ministra no tuvo mejor idea que lucir una camiseta que lleva impresa la obra de la artista ecuatoriana Michelle Merizalde, pintada en 2015, y denominada Silencio. Se muestra el rostro de una mujer con un ojo prácticamente vaciado. La artista aclaró que la obra tenía como intención mostrar lo que las mujeres deben callar en una sociedad machista. Sin embargo, esa imagen recordó a los muchos que perdieron sus ojos en las protestas de octubre ante los disparos directos de la Policía comandada por Romo. Fue una imagen que hirió la sensibilidad colectiva del país. Sin embargo, la aclaración de la ministra  fue más de lo mismo: recurrió a Ecuavisa para ser entrevistada por Tania Tinoco quien hizo gala de su simpleza intelectual y su servilismo. La ministra dijo que lamentaba que alguien se incomodara con lo que ella viste o deja de vestir, y que se buscaba crear un conflicto donde no existe. “No es irrespetar a nadie”, la ayudó Tinoco. Romo no entiende nada. Tinoco menos. Estamos hechos de símbolos, de remembranzas. Los públicos resignifican obras de arte donde la intención original del autor deja de ser lo más importante.

Lo que Romo hizo -quiéralo o no- fue una apología de las violaciones de derechos humanos perpetradas por los policías bajo su mando. Si creemos que el uso de la camiseta fue azaroso, eso solo da cuenta de sus limitaciones intelectuales y humanas, y del nulo profesionalismo de sus asesores. ¿Cuál hubiera sido la respuesta ciudadana si Guillermo Lasso aparece luciendo una camiseta con la foto del Che Guevara o en contra del feriado bancario? ¿Qué si a Nebot o a Febres Cordero se les hubiera ocurrido ponerse una camiseta con los nombres de los miembros de AVC que fueron asesinados por el régimen socialcristiano? La indignación hubiera sido similar, sin duda. No en vano, marcas comerciales sacan de circulación prendas que ofenden a colectivos que han vivido violencia o genocidio. Y no solo eso, piden disculpas públicas. De los políticos se espera un mínimo de sensatez y de respeto a las formas. Y si no lo hacen, nos queda claro de qué están hechos.

Es evidente que las críticas a María Paula Romo no la afectan: ella no oye, ni ve, ni entiende, está absorta en sus discursos, embelesada en el eco que le hacen los aduladores que la rodean. Y, mientras tanto, aún debemos soportar su cinismo, su indolencia, su crueldad nueve meses más…

Por Editor