Por Rodrigo Rangles Lara

Colombia se apresta a ver, en sus salas de cine o vía internet, una  producción audiovisual cuyo protagonista estrella es “El Matarife”, un tenebroso personaje que convirtió a su país en un inmenso coto de caza, no precisamente para sacrificar animales sino seres humanos.

La promoción publicitaria de esa cinta, hábilmente manejada para crear expectativas en el público, apenas insinúa en el thriller el perfil del matarife y deja abierta a la imaginación los alcances sanguinarios del poderoso personaje.

El anuncio de esa interesante producción coincidió, a escasas horas de diferencia, con una movilización  popular pacífica, en varias ciudades de Colombia, exigiendo la derogatoria de una decisión gubernamental que empeoraba las condiciones de vida de la población, sumida secularmente en la angustia y la miseria, gracias al modelo neoliberal vigente.

Sorprendió al mundo ese imprevisto levantamiento popular masivo, en un país donde se sembró el miedo a punta de asesinar líderes sociales (220 el año pasado), defensores de derechos humanos (Más de mil en cinco años) o  incontables ciudadanos inconformes con el sistema, por el delito de exigir una democracia real y efectiva.

Cansados de pedir el cambio de un Estado al servicio de unos pocos grupos encaramados desde siempre en el  poder, se unieron insubordinadas voces de millones, en distintos puntos de la geografía cafetalera, para protestar, además,  contra el desigual reparto de las riquezas nacionales ( 42.5 por ciento de la población es pobre), la vigencia de partidos politiqueros, como el Centro Democrático, del actual Presidente Iván Duque, auspiciadores de políticos corruptos enquistados en varias esferas de la administración para imponer su dominio.

Más allá de exigir la renuncia de Duque, el desprecio ciudadanos apunta hacia Alvaro Uribe y el uribismo acusándolos de haber instaurado una tiranía narco – paramilitar que masacra inmisericorde a quienes se oponen a su omnímoda voluntad, afectan sus intereses económicos o tocan su estructura mafiosa.

Pocos en Colombia dudan de Uribe como creador y líder de los paramilitares, fuerzas civiles armadas para  combatir las guerrillas, que le sirven para invadir tierras de campesinos pobres y extender sus latifundios, de familiares y amigos asesinando, torturando, incendiando viviendas o plantaciones a quienes se oponen a esos abusos e ilegalidades.

Los paramilitares, al mando de mercenarios de Uribe y aliados con altos mandos del ejército, están señalados como coautores intelectuales o materiales de más de seis mil “falsos positivos” que se traducen en asesinatos planificados para disfrazar, como guerrilleros, a inocentes jóvenes colombianos y, a cambio, recibir premios económicos, vacaciones o asensos.

Ningún estudio serio  sobre el narcotráfico deja de mencionar a Uribe como autor, cómplice y encubridor de esa poderosa red delictiva. Testimonios de personajes vinculados a los famosos carteles de Medellín, Cali o Sinaloa, en México, precisan con minuciosos detalles la participación activa de él y su familia en el negocio que, en el 2019, produjo a los narcos del planeta – de acuerdo a informes de las Naciones Unidas – ingresos superiores a los dos billones de dólares.

¿Quién o quiénes financiaron la campaña presidencial de Uribe y, del mismo Duque? ¿Qué poderosos padrinos garantizan el éxito operativo de esa organización criminal y su impunidad? Ocho bases militares norteamericanas se instalaron en Colombia para combatir el narcotráfico y este flagelo goza de muy buena salud.

Aumentaron los cultivos hasta convertir a Colombia en el primer productor de cocaína del mundo y Uribe, uno de los angelitos  narcos llenándose los bolsillos de un negocio que mata, a pedacitos, a  consumidores de los cinco continentes. Sólo en Estados Unidos hay 70 millones de viciosos y miles de muertos cada año.

¿Sorprende la sangrienta represión contra los legítimos y justos reclamos  de los colombianos? La amenaza de militarizar el país y la orden de tirar a matar para acallar cualquier intento de reclamo  es lógica, si se toma en cuenta que Duque responde los mandatos e intereses de su mentor Uribe y forma parte activa del uribismo, cuya filosofía no se basa en el diálogo sino en el garrote y la violencia.

En la lógica del matarife, los 30 o más muertos, las violaciones, los cientos de heridos y miles de detenidos durante los masivos reclamos, de los últimos días, son nada en comparación de los miles de vidas cargadas a su cuenta, en esa larga carrera fascistoide defensora de la propiedad privada, protectora de una democracia caricaturesca y fanática del capitalismo salvaje.

Con esos antecedentes, aunque nada sorprendente, los ecuatorianos sienten temores fundados al constatar que su recién nombrado presidente, Guillermo Lasso, se mire reflejado en ese nada ejemplar espejo y se declare públicamente admirador y seguidor de Uribe y el uribismo, exponentes del modelo socio económico sustentado en la fuerza mediática universal, sembradora de enajenación en desinformadas masas, víctimas de la deshumanizada globalización neoliberal.

El 24 de mayo, acompañarán al juramento de nuestro banquero, según su propio anuncio, Iván Duque y el uribismo; el fallido autoproclamado presidente de Venezuela, Juan Guaidó, un pícaro de siete suelas haciendo de las suyas protegido bajo las alas del imperio y, seguramente, neoliberales afines como el chileno Sebastián Piñera o el brasileño Jair Bolsonaro,                            entre otros de igual ralea – amigos y  admiradores del matarife colombiano  –  sin faltar, por supuesto, el traidor Lenin Moreno, a quien llamarle ser humano, es un insulto a la inteligencia y a la especie misma.

En Macondo suelen suceder, en la realidad, episodios excepcionales inimaginables, incluso en la mente de expertos recreadores de la ficción; no obstante, apostamos que la realización cinematográfica, sobre El Matarife, colmará la expectativa de los aficionados latinoamericanos a ese noble arte.  

RRL

06.05.2021

Por Editor