Modesto Ponce Maldonado

En 2007, Mario Vargas Llosa dictó una conferencia en la Casa de la Cultura Ecuatoriana sobre Literatura y Vida. El teatro estuvo lleno para escuchar al escritor que, en 2010, recibiría el Nobel. La intervención fue confusa, sosa, repetitiva, pero bien promocionada, y un banco, se dijo, le pagó por ella una importante suma. (El país en 2007 iniciaba una época política y social diferente). Vargas Llosa no habló sino de política y libertad económica (ahora cuestionada). Y esa noche declaró, sin ningún empacho, que sobre literatura ecuatoriana, “solamente había leído algo de Montalvo”.

Pocos días después escribí una nota a Cartas de los Lectores de un diario local. Expresé que un buen lector ecuatoriano puede mencionar sin problema a cinco autores peruanos, mientras Vargas Llosa, antes de su despropósito, podía haber consultado sobre algunos nombres, entre los poetas y novelistas nuestros, por lo menos para salir del paso.  Mi carta no fue publicada, a  pesar de que insistí y luego presioné por medio de un buen amigo. En la nota reconocí mi admiración por el escritor. Si algún rechazo hubo pasó desapercibido. Los escritores y la prensa callaron. Me negaron el derecho a la libre expresión. Se “autorregularon”.

Hace pocos días nuevamente el peruano-español señor Vargas Llosa nos visita, recibe una condecoración de una universidad cercana a la Opus Dei, se vincula con un banquero militante de la misma organización (el apostolado católico a través de la formación de managers y la expansión de los buenos negocios, a más del acceso al poder político), y se reúne con el presidente de la República a quien alaba por la “democracia renovada” que vive el país. (Desde 2017 el país vive una nueva forma de ver la política y lo social). Habló de “populismo, democracia y libertad”, tres términos ambiguos especialmente en el mundo de hoy, muy adecuados para cualquier interpretación, dependiendo de las circunstancias. Chile, el país de la “democracia perfecta”, cambió a una dictadura que mató y desapareció a miles después de la elección de un marxista mediante el voto popular. Chile tiene el mayor ingreso per cápita de Latinoamérica, pero es unas de las naciones con mayores desigualdades sociales. “Una bomba de tiempo”, según me comentó un ex embajador en ese país. Hay que releer a Norberto Bobbio que reflexiona hasta qué punto libertad y desde qué punto igualdad.

Ahora es para mí el señor Vargas Llosa, arrogante y presumido, como la letra cursi de la canción que se escucha en los taxis, rodeado del jet set europeo, protagonista de revistas faranduleras y que, según nos cuenta el diario El Universo, “desde 2011 recibe el tratamiento protocolar de Ilustrísimo Señor de España y lleva el título de Marqués de Vargas Llosa”. ¡Como para una novela!

Antes era el escritor peruano Mario Vargas Llosa, uno de los grandes de Latinoamérica. Allí están, en la estantería, con toda mi gratitud, diez de sus novelas y sus lúcidos ensayos. La única que no pude acabarla, a pesar de la abundancia prodigiosa de datos, es la que cuenta sobre un tal Rigoberto y sus sueños eróticos. Nadie está libre de pecado. Al parecer algunas de sus últimas novelas carecen de la fuerza de las anteriores. Es la venganza que en muchos ha cobrado la gloria de obtener un Nobel. O la represalia o el hartazgo de la vida que a otros ha dejado sin saber sobre qué escribir. En la lucha por la autenticidad es difícil salir victorioso.

Gracias, entonces, maestro Mario Vargas Llosa. Debido a su talento, a su brillantez e imaginación innovadora, gracias por La ciudad y los perros que la leí, aún joven, en 1970; por la extraordinaria La casa verde, una de mis preferidas, de la cual Carlos Barral, el prologuista de Los cachorros, alabó los “procedimientos narrativos pluridimensionales” y la “tenaz invención artística de una realidad”; por la desafiante perfección estructural y el manejo de los puntos de vista en Conversación en la catedral, releída por mí hace pocos años, donde he resaltado párrafos que podrían revisarse por siempre; por Historia de Mayta, por ¿Quién mató a Palomino Molero?, Pantaleón y las visitadoras; Elogio de la madrastra. Por la alucinante narración de La guerra del fin del mundo, en la cual escribió que los campesinos, están “movidos por la ignorancia, por la superstición, por el hambre (…) porque no existen los frenos que mitigaban la locura, como antes”. (Y, ahora, en el siglo XXI, ¿qué frenos mitigan la locura?). Gracias por El sueño del celta con sus manejos magistrales de los tiempos narrativos; por la extraordinaria La fiesta del Chivo, donde cuenta las atrocidades de Trujillo en República Dominicana. “Bueno —se lee en esta obra—, la política es eso, abrirse camino entre los cadáveres”. También he conocido, La orgía perpetua (Madame Bovary), donde exalta, sobre todo, el estilo, el modo, tanto como el inconsciente irracional como elementos vitales del ejercicio para crear la realidad ficticia; la originalísima Carta de batalla por Tirant lo Blanc; Historia secreta de una novela, donde sostiene que “querer ser escritor no es optar por una profesión sino un acto de locura”; La verdad de las mentiras, sobre treinta y cinco grandes novelistas. Este es el maestro Mario Vargas Llosa. Un acto de locura, sí, donde la semilla está en el desencanto, en la insatisfacción. La ciudad y los perros fue escrita como acto de rebeldía contra el padre, a quien conoció a los diez años. Un escritor debe morirse manteniendo la protesta contra el mundo. Sólo así pueden crearse otros universos a través de la literatura.

Estoy leyendo La grande del argentino Juan José Saer (1937-2005). Se ha colado lo dicho por un personaje: “… el verdadero problema de este mundo no son los pobres, sino los ricos”. En otras palabras, consciente que la igualdad está también en la desigualdad, la verdadera lucha puede estar, no en erradicar la pobreza sino en erradicar la riqueza desorbitante, la que confiere, sobre todo, poder. Y esto no aceptarán jamás los defensores de la libertad económica y del liberalismo.

 

Por admin