Guardar silencio tiene diversos objetivos. Puede ser violento cuando busca castigar al otro. O sinónimo de prudencia cuando su fin es evitar una discusión infructuosa. El silencio no siempre le otorga al otro la razón sin cuestionamientos. Puede ser una estrategia cuando no queremos que se sepa lo que pensamos, planeamos o hacemos. Y eso, en materia política, puede ser muy efectivo.
En octubre, por ejemplo, el gobierno no esperó que la ciudadanía, hasta entonces silenciosa, saliera a las calles a dar su apoyo activo al paro nacional liderado por el movimiento indígena. Hubo quienes alzaron la voz y otros que respaldaron las protestas sin decirlo públicamente: entregaron insumos y medicinas, prepararon comida, organizaron la recolección de donaciones, pero sin hacer ruido por una razón en especial: no querían perder sus trabajos. Para algunos esa actitud puede ser considerada cobarde, pero -en realidad- tiene mucho de estratégica cuando se trata de engañar al poder.
También hay silencios que pueden ser terribles, como decía el gran Martin Luther King: los de la gente buena que prefiere mantener la distancia. A veces son silencios confusos, silencios que riñen en la conciencia con la contradicción y el miedo. Y otras tantas son silencios que se disfrazan de superioridad moral. Son silencios que miran la realidad divida en bandos calificados todos como cuestionables. Son silencios que apelan a la espiritualidad y al pacifismo para no involucrarse, silencios que recurren a la liviandad de la nueva era, que hablan de vibrar positivo, de no dejarse influir por las malas noticias y que ven odio donde solo hay indignación o dolor.
¿Vibran bajo los monjes tibetanos que se mantienen en resistencia pacífica ante el gobierno chino? Ellos, que meditan a diario durante horas, con largos votos de silencio, ¿son negativos cuando reclaman en las calles? ¿El Dalai Lama abandona su neutralidad cuando toma posturas políticas frente a la injusticia? ¿Acaso Gandhi vibró bajo cuando lideró huelgas de hambre, marchas y acciones de desobediencia civil? ¿O lo hizo el inmenso Henry David Thoreau que nos dio todas las herramientas para la resistencia? Los ciudadanos en el mundo se manifiestan porque es su derecho. Todas las conquistas sociales de las cuales disfrutamos, las que nos permiten ver la vida con optimismo, surgieron porque cada vez más voces buenas se unieron en la barricada, el boicot, la demanda y la búsqueda de la justicia, porque son el camino para construir la paz. Si la esperanza sobrevive es porque los que nos precedieron en las luchas sociales nos demostraron que es posible transformar el mundo y convertirlo en un lugar mejor para todos.
Una actitud positiva no surge de la negación o la ceguera, del prefiero no involucrarme, es el resultado de la confianza en uno mismo y en los propios recursos internos para sobrellevar momentos difíciles. De ahí surgen la creatividad, la solidaridad, el compromiso, la empatía. Así se siembra y se nutre la vida; se arma comunidad, se piensa en colectivo.
En estos tiempos, como en octubre del año pasado, hay quienes han preferido no opinar, mantenerse al margen, evitar las polémicas, guardar silencio sin reflexión. Es un silencio que huye, que opta por la ceguera y la pasividad. Sus justificaciones, además, parten de una suerte de superioridad moral que permite juzgar sin abrirse a entender los procesos sociales. Hablan de odio y violencia, pero olvidan que el pacifismo no supone pasividad. Los movimientos de resistencia o acción no violenta se autodenominan así para diferenciarse de las posturas inertes o indiferentes. De ahí surgen las huelgas, las marchas o manifestaciones multitudinarias, las denuncias, la desobediencia, las tomas o sentadas en espacios simbólicos o edificios representativos del poder político o económico, los discursos para evidenciar los atropellos y la violencia estructural del Estado. El único objetivo es no permitir el avance de la injusticia.
Hoy hay gente buena que no quiere involucrarse de ninguna manera en un momento en el cual su voz y su participación se vuelven urgentes. Vivimos tiempos en donde la mentira se ha convertido en política de Estado y la verdad es deslegitimada desde todos los flancos por el periodismo espectáculo, financiado por los poderes económicos que solo buscan su beneficio. La situación actual nos exige desenmascarar los engaños. Si guardamos un silencio distante, nos convertiremos en cómplices del sistema. Y eso nos deja al borde de la obediencia que no cuestiona, de la acción mecánica desprovista de análisis, nos vuelve una pieza más del engranaje, útiles solo para mantener el estado actual de las cosas. Terminamos por volvernos crédulos y olvidarnos de nuestra capacidad para atender a nuestro criterio y percepción.
En el Ecuador, se ha creado un escenario perfecto para la confusión. Hemos dejado de lado las posturas éticas y de derechos que siempre defendimos para creer en una dicotomía alimentada por el discurso mediático y oficial, que inmediatamente califica toda disconformidad o crítica al gobierno como correísta. Y esa ha sido la maniobra para liquidar o deslegitimar la protesta, como si fuera la única alternativa, como si oponerse o cuestionar las acciones del gobierno, nos hicieran irremediablemente signatarios de una exclusiva visión política.
Hablar de “acatamiento a la convocatoria correísta” es no respetar la agencia de los ciudadanos, es menospreciarlos, despreciarlos, verlos como incapaces de decidir, elegir o proponer, o como imposibilitados para pensar. Esa mirada peyorativa hace que las élites tengan como única respuesta social el asistencialismo, la dádiva o la caridad. Aceptar al otro como un actor político les resulta impensable. Y, en esa lógica, la educación se convierte en un peligro porque puede ser el camino hacia la libertad de pensamiento y el cuestionamiento al sistema. Los recortes al sector no son mera casualidad.
Guardar silencio indiferente, por tanto, es suscribir estas posturas tan insensatas como dañinas. Simplemente, no se puede estar a favor de un gobierno que reprimió a miles en octubre, que persigue, enjuiza y hostiga, que instaura el neoliberalismo vía decreto, que privatiza, que ha dejado a cientos de miles sin empleo y precarizado el trabajo de manera nunca antes vista, que ha reducido el presupuesto al sector social en medio de una emergencia sanitaria, que prefiere pagar la deuda externa o comprar equipos antimotines antes que dar provisiones a los hospitales… Eso explica la presencia de millones de personas en las calles durante octubre pasado y los miles que han comenzado a protestar pese a la prohibición oficial a causa de la pandemia.
La indignación, las manifestaciones y el sonido de las cacerolas en rechazo al gobierno seguirán en aumento porque la realidad social ya no se puede ocultar. Aunque quienes gobiernan se afanen en negarlas o se apuren en minimizarlas, las mentiras son cada día más evidentes y, en esas circunstancias, hasta el silencio evasivo será insostenible.