Gina Chávez Vallejo

Hasta hace pocos días atrás fui parte protagonista de la última jornada electoral en la que la Universidad Central del Ecuador buscó renovar su gobierno interno. No había vuelto a la UCE desde hace 18 años, cuando defendí mi tesis para obtener el título de doctora en jurisprudencia que lo hice luego de tomarme una larga pausa después de egresar y en la que incluso estuve a punto de desistir de la profesión de abogada, a no ser porque decidí romper de un tajo con lo que tenía como trabajo hasta ese momento, y con ello volví a encontrarle sentido al Derecho. 

Nunca imaginé regresar a la UCE disputando el vicerrectorado académico a otras mujeres que formaban parte de las cuatro listas electorales rivales. El hecho solo fue posible gracias a que la Ley Orgánica de Educación Superior del 2010 obliga a que las agrupaciones aspirantes a dirigir el gobierno universitario conformen listas con paridad de género, lo que por primera vez en la historia de la Universidad Central hará que académicas se encuentren al frente de dos de los cuatro vicerrectorados de esta noble casa de estudios. Una exigencia legal me colocó en una situación en la que para las mujeres de este país era casi impensable pensar en ocupar tal dignidad, aun teniendo los méritos académicos exigidos por la norma, la experiencia y la capacidad para conducir procesos de cambio. ¡Qué interesante sentido del Derecho, el de transformar una realidad histórica que margina a las mujeres de los puestos de dirección en las universidades!, me dije en esos momentos.

Esa transformación, sin embargo, es claramente resistida por parte de las instituciones de educación superior en las que hasta estos días, de las 59 universidades que tiene el país solo seis mujeres son rectoras, a las que se sumará una más cuando termine el proceso electoral en la Escuela Politécnica Nacional. A penas otras cuantas mujeres ocupan algunos vicerrectorados.

Ya en plena actividad electoral, recorrer la empinada geografía de la Universidad Central me trasladó a mis días de estudiante, no solo recordando que buena parte de ese tiempo transcurrió entre el estudio, la maternidad, el trabajo y el ajetreo de traspasar la ciudad de sur a norte para encargar el cuidado de mis dos hijos a sus abuelos o tíos paternos. Me recordó también que en una elección en la que se disputaba la representación estudiantil ante el H. Consejo Universitario, siendo delegada de una de las agrupaciones, al finalizar el conteo tuvimos que salir resguardados por los propios ganadores que cuidaron de nuestra integridad personal. Es fácil deducir quienes fueron los ganadores.

Recorrer los espacios universitarios me enfrentó con crudeza al tiempo que se había detenido en los viejos edificios que no habían merecido siquiera una mano de pintura; a los casi inmutables espacios comunitarios sobre los que apenas se habían sumado unas cuantas construcciones que hacen las veces de bares de barrio deprimido; a las instalaciones relativamente nuevas con sus exteriores descascarados y cuyo estilo no guarda armonía alguna con el resto de edificaciones que le circundan; a las escaleras que van y vienen en la extensión vertical del campus y que fueron construidas con total indiferencia a las necesidades de las personas con discapacidad; al kikuyo que en muchos espacios ya había ganado la batalla a quienes se encargan del mantenimiento de los espacios verdes.

Pero un buen día, uno de esos que están destinados a salvar hasta los peores fracasos, en un ejercicio de desafío ante el desapego de sus autoridades que no solo permanecían impávidas frente al nuevo zarpazo que pretende dar el Gobierno Nacional a la insuficiente economía de la universidad, sino que para colmo le acaban de otorgar condecoración al responsable de ese nuevo asalto, por méritos académicos inexistentes; del pasillo que desemboca en el Teatro Universitario, irrumpió irreverente una masa humana de jóvenes centralinos que en un retumbar de consignas hacían suya la defensa de la “universidad pública y gratuita”, al grito de: «Contra la educación mercantil, está la organización estudiantil«, «La universidad no se vende, se defiende», «Si no hay educación para el pueblo, no hay paz para el Gobierno»; «Nuestra mejor arma es la educación pública y gratuita»; «Señor, señora, salgan a luchar para que sus hijos puedan estudiar”.

Fue en ese momento que cobró pleno sentido el ejercicio que a ratos me parecía un tanto estéril, de pasar días y semanas arengando consignas que buscaban transmitir a rostros indiferentes nuestro compromiso por una universidad pública, gratuita y de calidad; por volverle a ubicar a la UCE como el referente del pensamiento crítico, social y científico del país aunque buscando siempre conexión con la academia internacional porque ese es también el sentido de la universidad; por hacer de la educación superior de calidad el motor y el faro del desarrollo de nuestro país como sociedad del conocimiento. Era claro que solo disponíamos de nuestras intenciones, y que nuestros rivales electorales nos ganaban, de largo, en platas; carteles, mallas y panfletos propagandísticos. Más no en ideas ni propuestas.

Pero un último episodio terminó por renovar mi compromiso con la universidad que me formó profesionalmente. Fue el escuchar el debate que un día antes de las elecciones de primera vuelta tuvieron estudiantes de la UCE sobre “Feminismo e identidad de género”. No solo atestigüé la solvencia y profundidad del análisis teórico; no solo verifiqué el arrojo que tuvieron los jóvenes estudiantes para analizar el feminismo desde el conjunto de identidades de género. Fue el rostro tímido de las y los estudiantes que debatían a profundidad, certeza y sin poses intelectuales una de las demandas más acuciantes de la sociedad contemporánea, la que me volvió a recordar que la UCE es el pueblo, es la expresión y el rostro del pueblo: ese que permanece latente pero que cuando alza su voz ¡retumba, desafía, conmueve, despierta, exige y define! Después de todo, hay pérdidas que son triunfos, y por lo que a mí respecta: ¡Yo ya gané!

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