David Chávez

En los años del ascenso del movimiento fascista en Italia, Winston Churchill –fanático defensor del liberalismo- saludaba emocionado el liderazgo de Benito Mussolini por su “decidido” combate a la amenaza del comunismo. Hay un fenómeno fascinante que hace posible esa relación entre la derecha liberal y la derecha ultra-conservadora: su pánico al ascenso de las masas, el miedo que les produce la democratización radical de la sociedad. Y eso se traduce en una de las más sólidas fórmulas ideológicas del fascismo: la masificación de la sociedad y la política produce decadencia, degradación, corrupción. Para el fascismo el estado general de “descomposición social” solo puede combatirse con la fuerza de la moral tradicional sostenida por su despotismo aristocrático.

El problema con buena parte de los liberales es que confunden liberalismo con capitalismo. Aunque ciertamente a fines del siglo XVIII e inicios del XIX ambos estaban muy próximos, en nuestros días es muy evidente que el capitalismo tiene una tendencia inevitablemente anti-liberal. El brillante historiador Fernand Braudel decía que el capitalismo es el anti-mercado debido a su vocación monopólica. El neoliberalismo es la ideología del capitalismo, no de la lúcida tradición liberal de la Ilustración, pero solo quienes profesan fanáticamente los dogmas antidemocráticos del capital son incapaces de notar las distancias entre ambos fenómenos.

El fascismo de Estado fue una primera versión de la violencia del orden capitalista, contener la disrupción de la lucha de las clases oprimidas requería de la fuerza estatal para disciplinar la sociedad. El neoliberalismo, por su parte, puede verse como un fascismo centrado en la “sociedad civil”, la novedad del fenómeno es que mientras el totalitarismo estatal fascista –para decirlo con Arednt- busca controlar todos los ámbitos del “mundo de la vida”, en la actualidad parece ocurrir un proceso inverso, el capital controla todos los ámbitos de la vida cotidiana y eso se proyecta en una subordinación total de la política a esa forma de dominación que parece “no política”. La exacerbación de todas las violencias en todos los ámbitos de la vida es uno de los fenómenos que resulta de la imposición del “capitalismo total”.

Según parece en América Latina estaríamos siendo testigos de la emergencia de ese “neofascismo” con Bolsonaro. Es muy llamativo seguir con algo de detenimiento el debate político que ha suscitado. Los que constituyeron los bloques de oposición a los gobiernos progresistas no atinan con una posición clara, hacen piruetas, miran para todas partes, se ponen grandilocuentes y la única explicación que encuentran es culpar de todo a esos gobiernos. Cercano a lo ridículo son incapaces de notar que el neofascismo tiene sus raíces en la acción política de esos bloques de oposición y en el tipo de legitimación política que construyeron con ella en estas dos últimas décadas. Algunos ilusos y otros decididamente militantes y esclarecidos defendieron la política antidemocrática del capital, ¿en serio esperaban que el resultado fuera otro? Y ciertamente que los límites de los progresismos provienen de ahí también, su moderado intento por superar esa forma dominante de la política contemporánea puso cortapisas a la construcción de una alternativa real.

Sin embargo, los casos de corrupción de los gobiernos progresistas o los problemas económicos desatados desde 2014 no son la principal causa del fenómeno neofascista; no se puede insistir suficientemente, con la poderosa legitimación de un sentido común anti-izquierdista fundado en una moralina retrógrada anti-democrática que proviene de las derechas. Las pintorescas explicaciones que esbozan son una expresión de eso, veamos algunas de ellas:

El candidato anti-sistema. Esto no es cierto porque, para empezar, Bolsonaro tiene décadas como representante político y pertenece a un partido que tiene más de veinte años en la escena política brasileña. Por otro lado, el resultado electoral que lo favoreció hizo que los “mercados” (léase los grandes capitales) no se pongan “nerviosos” –como ocurre con los populismos de izquierda- sino todo lo contrario, se mostraron “emocionados”, especialmente por los anuncios de privatización que hizo en campaña, así como por el anuncio de Paulo Guedes como ministro de economía. Este argumento no busca explicar el fenómeno, busca combatir al PT, o sea, decir que es parte del sistema político corrupto y que no es diferente a los otros grupos de la élite política. La magia de la exacerbación mediática de la corrupción es que nos regresa a la “anti-política”, la forma perfecta de la ideología del capital.

El voto castigo. Relacionado con lo anterior, Bolsonaro no es el candidato del hartazgo –estas fórmulas gastadas de la ciencia política liberal sirven poco cuando vuelve a escena la política de clases-, sus apoyos no parecen responder a un generalizado pesimismo sobre la política, todo lo contrario el neofascismo se sostiene en un decidido sostén y en una fuerte confianza en las posibilidades de la acción política. Claro, hay rechazo a la institucionalidad, pero no a toda, el constante llamado al Ejército por parte de los seguidores de Bolsonaro, relativiza esa afirmación general. Ni siquiera es un problema de manipulación, tal como ocurrió hace ya casi un siglo con el ascenso del fascismo estatal, en su mundo práctico las clase medias experimentan un mundo social que pone como referentes a las clases dominantes y despierta un cada vez más conservador sentido común. Bolsonaro es su candidato en sentido fuerte.

El neofascismo es una cosa de pobres manipulables. Al día siguiente de la elección, Folha de São Paulo publicaba una nota que mostraba cómo la votación de Bolsonaro se concentró en los sectores de mayores ingresos y más altos niveles de educación, aunque se busque relativizar este hecho contundente, la tendencia es abrumadora, las clases altas y las clases medias constituyen la base electoral del neofascismo. Si bien puede decirse que este argumento puede funcionar para las nuevas clases medias, las que se volvieron tales por efecto de las políticas del progresismo, eso requeriría un mayor análisis y tampoco se puede apuntar que se trate de un fenómeno masivo, muy posiblemente en esos sectores la votación será menos favorable a Bolsonaro si nos atenemos a la tendencia general.

La izquierda le dejó el discurso de la ética a la derecha. Este es un argumento deleznable. ¿Tienen algo que ver con la ética el racismo, la violencia patriarcal, la homofobia o la defensa de los crímenes de la dictadura? Una de las muestras más patentes de cómo el odio ideológico a los progresismos conduce a interpretaciones absurdas.

Difícilmente se puede decir que el fenómeno Bolsonaro será aislado, preocupantes indicios por todas partes hacen suponer que esto se repetirá en la región. No hay sorpresa en esto, si se mira con atención lo que viene ocurriendo desde hace varios años es bastante evidente que una deriva ultraconservadora era muy probable. Por eso, defender a los progresismos, con sus límites severos o sus graves errores, se convirtió desde hace rato en la única opción de combatir el proceso de formación del neofascismo. Los pobres del Brasil, o los de Venezuela, lo han entendido muy bien, saben que los debilitados populismos de izquierda son la única alternativa real para enfrentar a los neofascistas. Mientras que los “demócratas” siguen jugando a hacerse los tontos con sus malabares discursivos, ¿será que, en el fondo y no tan en el fondo, Bolsonaro los alegra como Mussolini alegraba a Churchill?

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