Las conversaciones reveladas en Brasil por el periodista Glenn Greenwald, del portal The Intercept, comprueban una verdad: la condena contra Luiz Inácio Lula da Silva fue un proceso forjado y por tanto configura la trama de una persecución única, con raíces políticas y económicas apalancadas en una matriz mediática que se está aplicando en el resto del continente.

El expresidente brasileño, como todos saben, era el favorito para ganar las elecciones del año pasado en ese país. Las encuestas, durante varios meses, lo colocaron veinte y hasta veinticinco puntos por encima de Jair Bolsonaro. Hoy es innegable por qué y para qué lo detuvieron, condenaron y ubicaron en un ostracismo electoral y político.

La evidencia más clara queda registrada en uno de los mensajes divulgados de Telegram, cuando Deltan Dallagnol –operador de esta lawfare o guerra jurídica- instruye cómo debía ser presentada la denuncia: “Las imágenes tienen que ser claras. Un círculo central y otros círculos alrededor, o sea evidencias de que Lula era el dueño”. Ese fue el origen del famoso power point que luego los periodistas difundirían en todos sus medios.

Al mismo tiempo queda demostrada la confabulación entre medios de prensa, autoridades judiciales y líderes y partidos de la derecha brasileña, tal cual ocurre en Argentina y Ecuador con Cristina Fernández y Rafael Correa, respectivamente. Para el caso ecuatoriano, la prueba mayor es la condena contra Jorge Glas, a partir de una acción del fiscal de entonces Carlos Baca Mancheno. En Brasil con la justicia entonces liderada por el tristemente famoso juez Sérgio Moro, ahora ministro de Justicia de Bolsonaro.

El material desclasificado, con escuchas, prueban la conducta ilegal de las autoridades judiciales en la Operación Lava Jato, conspiración sofisticada para facilitar el golpe de Estado de Michel Temer y sus aliados contra Dilma Rousseff en 2016, y concretar el encarcelamiento de Lula en 2018, y con eso gestar las condiciones electorales para el neofascista Bolsonaro, ya en el cargo presidencial desde el 1 de enero de 2019.

Siendo así hay dos ejes que no dejan de sorprender incluso a quienes han defendido los procesos contra los líderes latinoamericanos: la justicia institucional no actúa en función de hechos delictivos reales sino de presupuestos políticos con objetivos claros; y, la impunidad con la que hacen las cosas, desde esa inventada guerra jurídica, estaría legitimada por una estructura política y delincuencial sin precedentes en América del Sur.

No olvidemos que Dallagnol es el funcionario judicial brasileño al que Lula acusó de haber armado un power point sin pruebas. Con ello se confirma que los fiscales hablaban abiertamente de que su objetivo era impedir un triunfo del PT en las elecciones de octubre de 2018. Y en Ecuador, por ejemplo, trazando una comparación ineludible, ahora todo lo que hace la fiscal Diana Salazar, con sus aparentes socios o pesquisas, como se diría propiamente en Brasil (los falsos periodistas investigadores que publican filtraciones sin rigor profesional), es impedir el retorno del expresidente Correa, pero también aniquilar desde ya cualquier posibilidad electoral del movimiento Revolución Ciudadana.

¿Deltan Dallagnol y Sérgio Moro son los Diana Salazar y Pablo Celi de Ecuador? Bajo el “esquema jurídico” y una inocultable maquinación mediática aquí, parecen idénticos en todos los sentidos. Cuando a dichos funcionarios se les menciona la expresión lawfare no solo que se encogen de hombros sino que hacen mofa de ella. Incluso, al hablar de judicialización de la política acuden al sambenito de que no se casan con nadie y que tienen obligaciones legales que cumplir. Claro, pero si se trata de los INAPapers y el entorno de Lenín Moreno, volverse ciegos y mudos se vuelve habitual.

Hasta los izquierdistas en apariencia impolutos y virtuosos de América Latina se comieron –y comen- el cuento de la corrupción y se convirtieron en eco de todas las mentiras y la moral del poder neoliberal. Porque bajo el supuesto de que se lucha contra la corrupción estatal, no tocan la privada, no tienen límites ni hacen distinción alguna de las ofensivas jurídicas que hoy contaminan la democracia de la región, y colaboran sin pudor con un fin: recibir prebendas para fingir que hoy hay pluralismo y libertad de expresión.

Queda entonces la pregunta: ¿con todas estas revelaciones y sus conexiones indudablemente políticas quedarán en libertad Lula y otros líderes progresistas? Seguramente todavía no. Para las elites que dominan el imaginario social es mucho más fuerte el poder simbólico y jurídico de los estados neofascistas que la verdad. Parecería que la mentira se impone hasta para postrar en el cadalso a quienes desde la izquierda intentan y seguirán intentando transformar nuestras sociedades.

Tales develamientos también han de servir para reiniciar y valorar la lucha social en cada país donde las guerras jurídico-mediáticas tratan de restringir las iniciativas políticas de quienes hoy son sus víctimas; pero que no lo serán siempre.

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