El país está ‘fuera de lugar’. Vivimos, los ecuatorianos, un tiempo que parece haberse salido del cauce de la historia, como si un brazo perverso comenzara a torcer los hechos en cualquier dirección. Es la angustia del desencaje. Y eso significa que el tiempo histórico también está descoyuntado. En ese estado de ‘neurosis política’, ya no somos capaces de reconocer los contextos. El entorno, en suma, porque hay un paisaje brumoso que lo copa todo, lo tamiza a su favor en función de la injerencia de los medios de comunicación.

Nos hemos situado en un punto donde parece que la incertidumbre coparía cualquier estado de expectativa, y es más bien la mediocridad la que se ha apoderado de casi todas las instancias del estado, comenzando por el mismo palacio de gobierno y su actual residente.  Porque Lenin Moreno pasó, sin matices o sutilezas, de ser un entrometido a ser un oportunista que supo aprovechar el momento. Por eso inventó los diálogos como forma directa de negociación con los poderosos. Lo único que importaba era ganar tiempo y aprovechar la coyuntura para cambiar la institucionalidad y quebrar cualquier resistencia de los sectores ligados al expresidente Correa, su antecesor.

En sus desvaríos, Moreno negocia con la derecha de Nebot, con los banqueros y los empresarios; pacta con la prensa comercial y consigue que le aprueben una consulta popular ilegitima para apoderarse del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS). Entonces miente cuando le dice al país que este es un periodo de transición ‘para recuperar la patria y desterrar la corrupción’. Ya no solo miente, sino que además pasa a ser la expresión penosa y patética de la más absoluta pequeñez. Apela, sin garantías, a su transido y falso carisma. Por eso ahora se esconde y deja el trabajo de desacreditación y las injurias contra el gobierno anterior al círculo de mediocres y ambiciosos que le rodea. Furibundos detractores que cumplen al pie de la letra sus designios.

Las derrotas históricas de Moreno, por sus torpes medidas económicas, el entreguismo a los Estados Unidos y la sumisión, explicarían, en parte, el nivel de credibilidad y aceptación que ahora tiene: menos del 18%. Pero sobre todo las cifras explican su ineficiente y anodina conducción del estado. Es el otro nivel de insuficiencia de una gestión que no puede exhibir resultados, que no sean los de haber entregado la suerte del país al FMI y al imperialismo, con la complicidad de las estructuras de poder nacionales y de políticos mezquinos de derecha como Nebot y Laso, sus aliados eventuales.

Decía el filósofo vienés Wittgenstein que ‘cuando no se puede hablar es mejor callar’, una máxima que le habría venido bien al presidente Moreno, para evitarse las apocadas participaciones públicas, tanto dentro como fuera del país y de caer en la ordinariez que es ‘el aguafuerte de la mediocridad’. El dramaturgo francés Beckett agregaba, mientras tanto, que ‘no hay mucho que decir, pero hay que seguir hablando’. Porque esa fue la primera respuesta del pueblo ecuatoriano el 24 de marzo: hay que seguir hablando y exigiendo cambios en la conducción del país, cuando el gobierno llega a la mitad de su periodo sin cumplir los ofrecimientos de campaña y envuelto, eso sí, en graves denuncias de actos de corrupción cometidos, a través de la empresa INA Investment Corporation, de propiedad del hermano del presidente, que las instancias judiciales pertinentes y la asamblea nacional desdeñan o ignoran para obstaculizar el inicio de procesos reales de investigación.

Tiempo histórico fuera de lugar y descoyuntado. Tiempo de mediocridad y de mediocres, que viven casi siempre con un tiempo prestado, el de la ‘mediocracia’, como dice José Ingenieros, un médico, escritor, sociólogo y psiquiatra argentino (1877-1925).

La mediocridad teme al digno y adora al lacayo, señala Ingenieros. En un libro memorable, justamente titulado El hombre mediocre, este pensador y médico argentino, dedica un extenso capítulo a ‘los caracteres mediocres’ de quienes apenas han exhibido la audacia de ‘cruzar el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano como contrabandistas de la vida’.

Y en ese brillante intento de caracterización que hace Ingenieros, señala textualmente lo siguiente: “Desprovisto de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de volar hasta una cumbre o de batirse contra un rebaño. Su vida es perpetua complicidad  con la ajena. Sin hueste mercenaria del primer hombre firme que sepa uncirlos a su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra e ignorando su personalidad (…)”.

Por último, en el ámbito estricto de esa medianía, los mediocres no existen solos. “Su amorfa estructura los obliga a borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre a embadurnarse de otros. Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios, consolidados a través de siglos (…) Siguen el camino de las menores resistencias, nadando a favor de toda corriente y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito; es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Crecen porque saben adaptarse a la hipocresía social, como las lombrices a la entraña”. (J. I.)

El poder domestica a los mediocres, es lo que establece Ingenieros. Y crea en estos personajes, dolorosos hábitos de servilismo como vemos en los casos de Bolsonaro, Piñera, Macri, Duque. O Moreno.

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