Andrea Ávila
Esta semana la vida me llevó a Monte Sinaí, un barrio urbano-marginal de Guayaquil (la ciudad más poblada del Ecuador, la que se convirtió en noticia de primera plana en el mundo por los cientos de muertos que se acumularon en las calles al inicio de la pandemia). Monte Sinaí surge de las invasiones, sus habitantes integran los quintiles de ingresos más bajos. Allá, el agua se reparte por mangueras directamente del tanquero. Las calles de tierra se vuelven lodazales durante el invierno. Las familias hacen malabares económicos y organizativos para que sus hijos tengan conexión y puedan asistir a clases.
Ahí, conocí a Patricia. Treinta años, desempleada, madre de cuatro hijos, el primero con una discapacidad grave. Ella se dedicaba a la venta ambulante, pero con la pandemia no sale por miedo a contagiarse, a infectar a sus pequeños, a dejarlos sin madre. Su familia la ayuda con la comida, pero no siempre pueden. Entonces, aparecen los vecinos que no han dejado que en estos diez meses se mueran de hambre. Pese a esas condiciones, Patricia hace lo que sea para tener un dólar diario para cargar datos en su teléfono y conectar a sus hijos a clases virtuales. Acá, en los medios tradicionales, vendría la nota sobre el sacrificio de una madre, la romantización de la pobreza. Pero la realidad es otra, se evidencia la falta de acción y control del Estado. Comparemos: yo tengo Internet ilimitado, fibra óptica, y pago USD 25 mensuales. Patricia paga más que yo. Las empresas proveedoras no hicieron nada para atender a los sectores vulnerables de manera honesta y eficiente. Al final, son los pobres los que más pagan por el servicio. La falta de acción y control del gobierno también son notorios: no hubo exigencia para garantizar acceso y cobertura a precios justos.
Hay quienes piensan que todo se debe a la falta de garantías de pago. Esa afirmación es una falacia total no solo porque Patricia paga su dólar diario, sino porque como lo demostró Muhammad Yunus al crear el Banco de los Pobres, son estos sectores los mejores pagadores: la tasa de devolución es de 97 %, sobre todo si las cabezas de familia son mujeres. Los trabajos y acciones de Yunus, lo hicieron ganador del Premio Nobel de la Paz en 2006, como para que no queden dudas de la efectividad de dar créditos a los pobres.
Antes de caminar por Monte Sinaí, vi su mapa: el barrio estaba lleno de alfileres de colores. Fue abrumador. Amarillo para los contagiados de coronavirus (los menos, porque la mayoría lo tuvo entre marzo y abril), azul para los enfermos de tuberculosis (miles), blanco para los casos de desnutrición y anemia infantil (las casualidades hicieron que en el debate presidencial del sábado 16 se toque el tema y pueda comprobar que los candidatos no tienen idea de la realidad de la desnutrición infantil ni de sus necesidades urgentes, a duras penas conocen ciertas cifras), y rojo (el que más me estremeció) para los casos de VIH. La mayoría de seropositivos son mujeres y niños.
Acá ya puedo oír las voces de indignación o los comentarios propios de la liviandad moral, que nacen del desconocimiento. Cuando un niño se enferma de gravedad o varias veces en un periodo corto de tiempo, se hace la prueba de VIH. Esos resultados positivos permiten descubrir que la familia está contagiada. Habría menos casos si el examen se instaurara como un protocolo para todas las mujeres embarazadas (la cesárea y la suspensión de la lactancia evitan que el bebé se contagie). Habría menos casos si el aborto fuera legal, gratuito y seguro. Habría menos casos si el Estado no hubiera recortado fondos para la educación sexual.
La indignación no puede darse con las personas, la indignación debe dirigirse siempre a la ausencia de políticas públicas. En esas familias contagiadas (muchas ya en tercera generación: abuela, hija, nieto) vi la desolación, pero también la esperanza que viene de la mano de los testimonios de quienes salen adelante pese a la enfermedad. Hay planes para la entrega gratuita de medicinas, pero el acompañamiento es vital para que los tratamientos no se abandonen. Y la prevención, para que los casos no aumenten.
Allá afuera hay un futuro que se hará hilachas sin la acción comunitaria, la política pública, la organización participativa. El asistencialismo y la caridad pueden cubrir lo emergente, pero son ineficientes si detrás no hay un plan sostenido con objetivos que permitan la transformación de la realidad social y no su mero maquillaje.
Nuestros privilegios se hacen evidentes cuando somos conscientes de que no formamos parte de la estadística de la pobreza más desgarradora porque -de alguna manera- tuvimos acceso a educación, alimentos y afecto. Abrirnos a la comprensión de la verdad del otro, verla como parte de un complejo entramado, reconocer que nuestras necesidades se vuelven superfluas en contextos extremos como el de Monte Sinaí nos harán no solo más agradecidos sino también más activos en la transformación social y política. Tan imperioso como atender las necesidades prioritarias de la población con menos recursos, es la participación activa de quienes sí tienen resuelta la subsistencia. Es la única vía para no caer en el prejuicio, la desinformación y el desinterés, para activar la solidaridad y el compromiso.