Por Rodrigo Rangles Lara
En la memoria infantil guardamos los mejores recuerdos del gracioso payaso, ese personaje sinónimo de diversión y risa. Muchos de ellos, se convirtieron en héroes infaltables de infantes y adultos, desde que apareció el primero allá en el año 2000 antes de nuestra era.
Los relatos históricos nombran a Yusze como el primer payaso que hacía las delicias al gusto de la corte china, muy exigente y sofisticada en cumplir los mandatos de su emperador.
A lo largo del desarrollo humano, en las distintas latitudes y culturas, el cómico personaje está presente para romper la monotonía y los sinsabores de la vida o, también, dedicado a protagonizar inolvidables episodios dolorosos, trágicos o tenebrosos.
Hay payasos para todos los gustos: el Clown suspicaz y creativo que viste elegante, se maquilla siempre de blanco con rictus de tristeza o, el Augusto, extravagante en el vestir, pícaro, absurdo, torpe, sorprendente y provocador.
En París surgieron los mimos y los payasos callejeros; en Grecia y Roma, los satíricos listos a burlarse de lo que sucedía en la sociedad; mientras en Egipto los bufones servían a la corte y a su respectivo emperador.
En nuestro andino San Gabriel, allá en el Carchi, cada 28 de enero se realiza el Baile de Inocentes, patrimonio cultural del país, y revoloteando como mariposas multicolores entre músicos, danzantes y personajes nacidos del mestizaje indo español, llaman al jolgorio los infaltables payasos a los que, curiosamente, la tradición popular les ha clasificado en tres categorías: “pobres, ricachones y burros”.
Esta tipología de payasos con estratificación clasista e intelectual, seguramente, fue la inspiración de los publicistas criollos para inventarse un payaso desgarbado, bastón en ristre, zapatitos rojos, gorra de militar y nariz de Pinocho.
Ese nuevo bufón era la perfecta encarnación de la trilogía creada en San Gabriel. Aparentaba ser pobre, en realidad era ricachón y, sus pocas luces, configuraban el personaje perfecto para buscar el aprecio de ingenuos espectadores y alcanzar su sueño dorado de convertirse en el mandamás del País de Manuelito.
Ofreciendo el “Oro y el Moro” logró su cometido y, tan pronto asumió el trono, en una suerte de amnesia irrefrenable, se olvidó de las atractivas ofertas y puso sus escasas capacidades ejecutivas, con avaricia enfermiza, en montar una comparsa de trúhanes para, planificada y organizadamente, apropiarse de bienes y riquezas del erario público.
Aprovechó la herencia de su antecesor – un ducho actor en la simulación, el engaño y la traición- conocido como “El tres llantas”, para terminar de amañar a la justicia, apropiarse de los órganos de control, poner a su servicio legisladores y dirigentes de partidos políticos antipopulares y, dinero en mano, comprar conciencias de pregoneros tan hábiles en mentir como él mismo.
Cualquier mitómano envidiaría sus niveles de cinismo, pero él, impoluto, sigue engaño tras engaño obedeciendo órdenes – como todo bufón – de su jefe nacional “El Gran Padrino” o, directrices desde Disneylandia, sin importarle que, cada medida o decisión alegremente tomadas, destruya instituciones, bienes y servicios construidos creativamente, en la llamada “Década Ganada”
Su acostumbrada ambición de ganar dinero fácil y esconderlo en el extranjero, seguido afanosamente por sus adláteres, permeó cual cáncer mortal infectando los estratos más sensibles del tejido social y, fue el detonante de una ola delictiva de asesinatos, secuestros, violencia y terror, multiplicados a vista y paciencia de quienes debían controlarla; entre ellos, generales acusados de rateros y narcotraficantes o jueces de alquiler.
La empobrecida población sufre las consecuencias de esa ciega administración generadora de restricciones a poblaciones enteras que sobreviven el infierno de la desesperación, con pírricos ingresos de un dólar diario y, a veces, ni eso; llevándoles a vivir en condiciones infrahumanas.
Ahí está el germen del incremento delictivo, prostitución, alcoholismo y migración masiva de mujeres, ancianos y hasta niños en busca de sueños y utopías, sin importar riegos de asaltos, violación o muerte. Y, por supuesto, la consolidación de redes del narcotráfico internacional que, en los pobres y desocupados, encuentran los actores perfectos para crecer y multiplicarse.
Un aforismo político sostiene que: “Los pueblos solo aprenden a palos” y vaya que los tenebrosos zapatitos rojos han repartido garrote, y muy duro, a clase media y baja que, hastiados de las injusticias y abusos, protagonizan protestas callejeras y corean con ganas y rabia, en todos los rincones del país: “Fuera payaso, fuera”.
Las diarias burradas del bufón tenebroso, que ponen en riesgo la existencia misma del Estado-nación, provocaron enojo y distanciamiento entre algunos grupos de viejos y nuevos aliados que, escuchando la desatada ira popular, emprendieron fórmulas legales para deshacerse del incompetente e inútil mandamás.
Asustado ante el peligro de una posible pérdida del apetitoso cargo, puso en marcha su acostumbrado inmoral juego sucio buscando votos salvadores. Derrocha dinero de dudosa procedencia y oferta cargos públicos – a modo de feria y como si fueran de su propiedad – a arribistas tránsfugas politiqueros, acostumbrados a vender su conciencia a cambio de meter sus corruptas manos en los fondos nacionales.
Y como el enojo y rabia de la defraudada y engañada población ha sentenciado: “Le sacan los asambleístas o les sacamos nosotros en la calles”, el muy ladino optó por armar a la gendarmería con dotaciones de tiro fácil y contratar expertos ideólogos en crear “terroristas” entre los que se manifiestan exigiendo pan y justicia, para justificar la anunciada represión.
Si tuviera un ápice de dignidad e inteligencia y dejara a un lado su endiablado ego, escucharía el clamor ciudadano y renunciaría antes de sufrir la humillación de que le destituyan por “ladrón, mafioso y narcotraficante”, como se escuchó gritar, más de una vez, en la asamblea donde se concretó el juicio político en su contra.
De hacerlo así, él mismo se beneficiaría, porque bajarían los niveles del estrés que agrava sus catastróficas dolencias; haría un servicio a la patria, evitaría a sus compatriotas nuevos sufrimientos y, a sus propios cancerberos; les ahorraría el nada honroso honor de convertirse en garroteros de sus propios hermanos.
Lograr eso, sería demasiado; por cuanto, en la desaforada ambición de insaciable rico, al saberse sin los votos suficientes para salvarse, jugaría al todo o nada, decretaría la Muerte Cruzada para aprovechar los seis meses que le faculta la constitución, rematar el resto de nuestro destruido país, en favor suyo y de su mimada plutocracia.