Lenín Moreno Garcés ha definido el personaje que será y con cuya máscara pretende gobernar este último año. Lo secundan en el guión melodramático del poder, tres personajes, sus funcionarios más cercanos, que cumplen dos objetivos bien establecidos: defender sus cargos con los dientes (entiéndase con ayuda de la Policía y las FF.AA.) y, sobre todo, proteger al aparato político-mediático-empresarial al que se deben.

El sueño de pasar a la historia como el restaurador de algo que ni él mismo entiende, se esfumó. Ahora, ¿Moreno quiere ser otro Mahuad? ¿Aquel que no pudo escapar al castigo de las élites dominantes? Pero sería una mala copia. Su futuro, tal parece, sí está en el norte, en Nueva York, con su hija y el confort que le da la riqueza de su yerno, y -quizás- con las posibles dádivas que le otorgue su “amistad” con Donald Trump. Claro, también estará su esposa, en calidad de “mama es mama”, por si alguien duda de qué valor real tiene la “Primera Dama”.

Ese personaje, tan patético como el de Un enemigo del pueblo, del noruego Henrik Ibsen, que Roberto Aguilar montó para cuestionar a Rafael Correa y pasó como el mayor fiasco del teatro ecuatoriano. (“¡Cómo da vueltas el mundo!”, dirían los mayores: Aguilar defiende a sus amigos teletubbies, pero se quiere alejar de Moreno, desde su soberbia intelectual y su, ahora, pluma mojada).

El último Informe a la Nación reafirmó la lamentable figura del Presidente de la República. Días antes, el viernes 22 de mayo, lo vimos ante cuatro periodistas (mediocres e incapacitados para ejercer dignamente el oficio) sin teleprónter ni guion, desvariando sobre su “hijita”, confundiendo cifras y datos sobre la pandemia, y haciendo gala de una ignorancia vergonzosa sobre política exterior y economía política. Malos tiempos para el periodismo ecuatoriano si esas cuatro figuras (una de ellas a la que la pantalla identificó como periodista independiente aunque recibe sueldo de una entidad pública controlada por Andrés Michelena) son los interlocutores de la sociedad ante el poder político y derrochan albanzas a Moreno e insultos al anterior primer mandatario.

El personaje Lenín Moreno miente al decir que se ha recuperado la libertad de expresión, solo porque ahora complace a los empresarios de la prensa. Pero es el mismo que sintoniza los discursos de su Vicepresidente, su secretario de Gabinete y su ministra de Gobierno para remacar el ataque a las supuestas noticias falsas y a “ciertos periodistas”. ¿Quién mintió sobre la llegada de dos millones de pruebas para detectar el Covid-19? ¿Quién no dijo la verdad sobre el verdadero monto de pago de la deuda externa? ¿Alguien puede creer que fuimos el primer país de América Latina en plantear el aislamiento, decretar la emergencia sanitaria y cerrar aeropuertos y disponer el confinamiento? Tan “falsas” son las noticias del periodismo que no secunda a su gobierno, que cuando reciben críticas, al otro día cambian decretos o disposiciones (como aquella de liberar la importación de frutas y legumbres).

Moreno ya no es el humorista (¿alguna vez lo fue?) que incluía chascarrillos en alguna intervención y con eso aspiraba al aplauso del público. Ahora se puso gritón, eufórico y sobre todo “mentirosito”, para variar. Y cuando recurrió a la cursilería ( “qué lindas son las casas que estamos entregando a la gente pobre”, dijo) entregó un ofensivo mensaje a la conciencia más sensata de la nación. En concreto: ese gritón reprochando a los que antes, según él, gritaban, reveló lo que muchos ya decían de él en privado.

Moreno no será el personaje del que todos quieran olvidarse como pide, con su sonrisa falsa y una postura que revela su hipocresía política. Llevará en su memoria y en la historia, el peso del alto costo en vidas y calamidades que hizo pagar a miles de familias por su inoperancia y soberbia. Ni siquiera Mahuad, Bucaram o Gutiérrez mintieron tanto y, sin embargo, fueron sacados a patadas de Carondelet.

Queda entonces una conclusión: los doce meses restantes serán para mirar a un personaje tristemente célebre por personificar la traición en todas sus letras (ya no solo a Rafael Correa, sino al país) y constituir el fiasco de la política de las élites que lo usaron y ahora lo desechan como el estandarte del demócrata que hizo la transición hacia el vacío y la incertidumbre. El mismo que solo puede ser comparado con Julio César Trujillo por su obsolescencia política hacia una nación aspirante a ser una verdadera república.

Por Editor